Buen provecho

La luz naranja del amanecer pintando el cuerpo de Ana me hace dudar sobre mi vocación: ¿no sería mejor dedicarme a la pintura, a la fotografía, inclusive al cine? En este mismo instante quisiera hacer un cortometraje, Viaje naranja, a lo largo del cuerpo de Ana. Pero sería tan solo un viaje visual, y por eso me gusta la escultura, porque es el arte dedicado al tacto. Ahora que esculpo su figura, la palpo. Cuando la acaricio con mis manos descubro toda su belleza, la de su cuerpo, la de la arcilla. Por ello detesto la silicona, ese artificio grotesco que sirve para engañar al ojo y disgustar a la mano. Vivimos en el tiempo de la imagen. Hasta los museos tienen prohibido tocar las esculturas, solamente dejan verlas. ¿Acaso el ojo puede transmitir la sensación táctil de las formas? Detesto también cuando un guardia en un museo corta ese instante de placer con su grito de ¡No tocar!

Igual, mis ojos no resisten más tampoco. Voy por mi cámara digital y tomo unas cuantas imágenes del viaje naranja de Ana. Se verán bien en mi escritorio. Son apenas las 7 de la mañana, todavía me quedan tres horas antes de que Ana se despierte. Dejo la cámara al lado, dudo y tomo un breve descanso para contemplar mejor sus curvas —qué fortuna que ella sea mi modelo ahora. El calor hace que se despoje de la sábana por completo y termina de aparecer la pose del día. Una pierna estirada, la otra recogida de manera perpendicular, suficiente para tensar sus nalgas y desafiarme con la potencia que sugieren. Me deleito también con la piel canela mezclada con el naranja, el juego de sombras, la espalda interminable, los finos brazos y el pelo negro ensortijado, las manchas rojas que a veces aparecen salpicadas por sus manos, los labios rosados relajados, la boca entreabierta… Tiempo de empezar a trabajar.

Hay varias formas de aproximarse a un cuerpo como el de Ana. Podría, por ejemplo, empezar por los tobillos, ir acumulando grumos de arcilla, pero me tienta más la idea de iniciar con un bloque sólido y modelarlo a su medida, acariciándola toda. Es curioso, sé más de la figura que se está formando en mis manos que de la Ana que descansa plácida sobre mi cama. No nos conocemos hace mucho tiempo. Sé que es actriz de teatro, que llega tarde, duerme profundo y jamás ronca. No sé de qué se tratan las obras que representa, todavía no ha llegado tu tiempo de ir a verme, me dice, pero tienes toda la libertad de representarme con tus esculturas mientras duermo. No sé tampoco si las poses cuando duerme son naturales o si busca complacerme con ellas, el caso es que es una modelo innata, no hay que acomodarle nada, solamente dejarse guiar por ella. El lenguaje de su cuerpo es sensualidad pura, salvo cuando duerme en posición fetal —hasta me parece recordar que se lleva el pulgar a la boca.

¿De dónde viene la idea del grumo de arcilla? Debe ser un invento de comienzos del siglo xx para hacer menos apolíneas las formas, más acordes con la imperfección humana. La belleza del grumo de bronce en la obra de Giacometti es indiscutible. Crea además su propio braille: los dedos pueden perderse por mil caminos. Me pregunto qué dirá un ciego después de tratar de leer una de sus esculturas. Yo, en cambio, pertenezco a la tradición del artesano prolijo con la superficie, que refleja su amor en el recorrido suave de la figura. Al imaginarme la técnica de Giacometti no me queda duda de que más que un romántico tradicionalista, soy un hedonista.

Ana empieza a desperezarse. La sesión de la mañana ha terminado. ¿Qué horas son? Casi las diez. ¿Quieres ir a ver la obra? Tenemos una función especial esta tarde. Vamos. Ana me pide que no sea aburrido, que me bañe otra vez con ella. Mientras la enjabono lamento que todavía no podamos hacer esculturas de agua. Las más parecidas son las de nieve y las de hielo, las de aire congelado. Ana me muerde, aterriza, no estás trabajando, no soy un objeto, soy de carne, espíritu y hueso, ven, bésame, como si fuera esta noche la última vez. Ana dice que he sublimado mi deseo por el cuerpo de la mujer con la escultura. Le digo que para mí es simplemente una forma más de amar a la mujer, de contemplarla, de conocerla mejor. ¿Ah sí? Ven, dámelo todo, quiero sentirte animal, sin control, desbocado de pasión, lléname de ti, cómeme toda.

La invitación caníbal de Ana me hace pensar que el estado contemplativo se asemeja bastante al sexo tántrico —y su exigencia carnal me obliga a suspender de manera violenta el trance. ¿Quieres tocar, de verdad quieres tocar? Distingo del agua la lubricidad de su sexo. Lleva mis dedos a mi nariz, anda, huele, y luego a la boca, ¿te gusta como sabe? ¿Sí? ¿Me deseas? Penétrame entonces, cabálgame como a la yegua más indómita que te hayas encontrado jamás. Esta imagen que me regala Ana es el salvavidas para mi virilidad, un llamado de emergencia a la lascivia que no aparece en medio del trance creativo: hasta ese momento era ella quien me penetraba con su deseo. Me tomó algún tiempo hasta que logramos galopar a toda velocidad por una inmensa pradera en busca del lago perdido, del baño con líquido vital sin el cual Ana no cree que haya alcanzado la cumbre del éxtasis. Me entrego a la placentera, poética sensación de fluir hacia ella, de darme todo, de mezclar nuestras aguas, incluyendo la gota de saliva que se desprende de mi lengua y cae sobre la de ella, como mi cuerpo sobre el suyo cuando terminamos por disolvernos en un solo instante de eternidad cósmica, mística.

Una yegua indómita. Ahora que caminamos por la calle, veo sus sandalias con lazos negros hasta la pantorrilla, las nalgas erguidas y el desafío de su caminado. Le digo que mejor regresemos al taller, que quiero cabalgar de nuevo. Vamos a la obra primero, quizás después, pero te advierto que será mi turno de cabalgarte. Ana, me siento un poco mareado. Te veo mal de forma, anda, toma más agua, y me pasa de nuevo su botella de agua mineral. Llegamos al teatro, un edificio casi abandonado en el centro de la ciudad. Mi mareo empezaba a tornarse en alucinación. Pasamos frente a cuatro actores preparándose en silencio y afilando sus cuchillos deshuesadores y desolladores, y un machete. ¿De qué se trata la obra Ana? Ya verás, es una sorpresa, ven y te muestro la trasescena. Era un salón amarillo, de paredes muy gruesas, parecía más una bodega que una trasescena, salvo por el espejo que la atravesaba toda. Cuando Ana cerró la puerta tuve la sensación de que estaba atrapado, que no tenía forma de escapar ni pedir ayuda. Sentí de nuevo que me iba a caer. Ella, con el machete recién afilado en la mano, rió: no estás mareado, estás sedado, mejor para ti, no vas a sentir nada.

Todo empezó a transcurrir en cámara lenta. Ana, ¿qué quieres hacer? ¿No te das cuenta? Estiré mi mano para apoyarme en su hombro. Ella la atajó y con una habilidad sorprendente me destazó los dedos anular, corazón e índice. Estaba tan dopado que en efecto no sentí el corte, al contrario, tuve tiempo de maravillarme: nunca había visto el corte transversal de los dedos. Ahí estaban los huesos blancos cubiertos de piel y sangre, una combinación única de materiales que guarda el misterio de la vida, imposible para cualquier escultura: tejido vivo alrededor de la estructura. No pude detallarlos por más tiempo: Ana se los tragó completos, masticándolos apenas dos veces. Macabra me preguntó: ¿Ya sabes de qué va la obra?

Caí al piso horrorizado. Aunque no lo sentía, veía mi mano y sabía que había perdido tres dedos, ¿qué seguiría? ¿la otra mano? Traté de reunir las pocas fuerzas que tenía para quitarle el machete. Apenas pude arrastrarme un poco. Busqué la mirada de Ana, quise encontrar una gota de piedad pero ella ya me estaba cortando hambrienta una tajada de pierna. La puerta se abrió y entraron los otros cuatro actores, multiplicados por el espejo. El brillo de sus cuchillos fue contundente: había llegado al final de mi vida, y de qué manera. Cerré los ojos, sentí compasión por mí y lloré. Buen provecho, fue lo último que alcancé a decir.

Ana me abrazó muy fuerte por la espalda, besó mi cuello y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Mis manos estaban inmóviles entre la arcilla y un par de lágrimas cayeron sobre esta. Qué forma tan original para mantener húmeda la arcilla, ¿es este el secreto de la sensibilidad que entregan tus esculturas? ¿O acaso estás sufriendo ahora el síndrome de Stendhal? me preguntó con mezcla de ternura y coquetería, saboreando también con orgullo su origen florentino. Respondí su abrazo apretándola fuerte contra mi espalda, cayeron nuevas lágrimas sobre la escultura pero esta vez más despacio, y no supe si eran por el síndrome, como ella sugería, o por los primeros síntomas del amor.

Esa tarde en la playa, mientras ella dormía tomando el sol desnuda, viajé de nuevo por su cuerpo y me pregunté si debería de abandonar las formas lisas —qué quiero esconder con ellas, pero por otra parte, por qué dejarlas—, y recordé también con escalofrío la obra de Ana. Contemplé el mar Tirreno un tiempo, disfruté la brisa pero al final fue inevitable hacerle la pregunta: Ana, esas manchas rojas que a veces aparecen en tus manos, ¿son de sangre?