El editor perdido (1)

1.

De estudiante universitario me sucedía algo curioso (entre muchas otras curiosidades). Cuando me sentaba a terracear con un amigo de carrera o íbamos a almorzar en la calle, me pedían siempre limosna a mí y no a él. No me había dado cuenta hasta que él me lo dijo: «Increíble, siempre le piden a usted y no a mí». Lo más paradójico es que el del billete era él, no yo. Hablaba con mi amigo Jorge Gaviria, El Científico, sobre la percepción de miedo que causaban los habitantes de la calle y él en broma me decía que cuál miedo, al contrario, despertaban una gran solidaridad entre los bogotanos. «¿Cómo así?», le pregunté. «Basta con acercarse a una señora esperando bus en la calle, pedirle alguna ayuda y ella abre de par en par la cartera: “Tome lo que necesite”». Le comenté la curiosidad que me sucedía con mi amigo, le pregunté que según su punto de vista por qué se daba esto y me dijo sin pensarlo: «Porque se nota que usted es un bonachón». No me agrié la tarde preguntándole que si me estaba diciendo huevón.

2.

La consecuencia de esa experiencia bogotana me llevó a una de las escenas más vergonzosas de mi vida. En Quito, esperando el semáforo en verde para cruzar una calle, se me acercó un niño pobre y sin dudarlo le dije que no tenía dinero. «No se preocupe, solo quería preguntarle la hora». Me disculpé todo sonrojado y le di la hora. Desde ese día no me anticipo a nadie que se me acerque en la calle sin la mano extendida. (Sigue leyendo »»)

Un arpa en medio del caos. Segundo viaje al corazón de las tinieblas

Conocí al compositor belga JS en un viejo barco a vapor en el Congo. Allí había llegado yo por sapo. O, como descubrí tras los primeros síntomas de disentería, por imbécil. Mi amiga D, periodista, tenía que viajar al Congo a verificar unos datos para un reportaje que iba a publicar en el principal diario neerlandés. En el viaje de regreso le robaron su portátil, con todos sus apuntes y fotografías. Estaba en plena labor de reconstrucción y felizmente embarazada de seis meses. «¿Cómo te vas a ir así al Congo?», le pregunté.

—¿Qué más puedo hacer? M [el padre del bebé] no quiere saber nada de mí ni del bebé, tengo que cubrir mis gastos, ya sabes cómo es la vida de una periodista independiente

—Pero igual tiene que haber una alternativa, alguien en el periódico podría cubrirte.

—¿Crees que no lo pensé? Nadie puede ir, todo el mundo está ocupado con trabajo. ¿Y por qué no vas tú?

—No soy periodista, lo sabes.

—Sí, pero para verificar los datos que necesito no tienes que ser periodista, basta con que tomes apuntes y fotos. Ya sabes, el Congo siempre es una experiencia enriquecedora, pregúntale al capitán Marlow.

La cita de Conrad más el calambre que le dio en el estómago me lograron convencer:

—Puedo viajar por una semana, ¿sería suficiente?

—Si te concentras en lo que hay que hacer, cuatro días son suficientes, podrías tomarte dos para visitar la escuela de Poto-Poto, no debes irte sin verla.

Y así terminé en un barco a vapor por el Congo, en una aventura ni de asomo comparable con el viaje de Conrad quizás salvo en la duración: iba por una semana y terminé quedándome un mes. En la cubierta conocí a JS, que viajaba en busca de inspiración: la Orquesta Nacional de Bélgica le había encargado una composición para arpa con aires africanos que sería interpretada en un evento conmemorativo de los lazos entre Bélgica y el Congo.

—He escrito dos obras para arpa en toda mi vida. Las compuse para mi exesposa, arpista, con el ánimo de impulsar su carrera. Nos separamos de mala manera y desde entonces no he vuelto a escuchar obras para arpa siquiera, nada que me la recuerde.

—¿Por qué aceptó entonces?

—Es una comisión importante y la asumí también como un desafío personal. Pensé que ya todo estaba sanado y superado, pero me doy cuenta de que no es así. Además, a medida que el barco avanza, no entiendo a quién se le ocurrió que un arpa sería el instrumento ideal para acompañar este viaje.

El domingo pasado fue el estreno de la obra en el Bozar de Bruselas. JS me envió una invitación y asistí con gran curiosidad por escuchar el resultado. La obra en sí no me gustó mucho, sigo sin sintonizarme con la música dodecafónica, pero aprecié mucho el ejercicio de honestidad que legaba con ella JS. Logró subir el arpa al barco de vapor y reconocí algunos pasajes del viaje, el gran caos emocional que cada cuerda del instrumento evocaba en él y algunos ecos de los ritmos que escuchábamos en el barco, representados en la conga y los bongos. El arpa parecía que quería encadenar una melodía pero se imponía el desorden, la dodecafonía que irrumpía como una furiosa tormenta cuya única misión era sofocar su sonido. El rayo de los platillos terminaba por destruir cualquier intento de armonía.

Me pareció un retrato de viaje muy honesto. No era lo que el público esperaba, pero fue sin duda otro viaje al corazón de las tinieblas.

La saga continúa

Acabo de leer un artículo muy interesante: What Happens to Religion When We Find Aliens? En especial ahora que un astrónomo de Harvard asegura que hay un ovni navegando libremente por la Vía Láctea. La autora les plantea el interrogante a un rabino, un imam y un teólogo cristiano. Las respuestas son sorprendentes: en general a ninguno le extraña que haya más vida en el universo, pues todo es creación divina. Se muestran igual de flexibles con el tiempo, pues ahora resulta que donde la Biblia dice que Dios creó el universo en siete días hay que saber leer entre líneas: no son días humanos, sino un tiempo divino con rango que puede ir desde meses a milenios…

Obviamente es un error del amanuense del Génesis, que no comprendió los tiempos de cuando Dios le dijo que había creado el universo en siete días. Era tan limitado su conocimiento de la realidad que le rodeaba que hizo lo mejor que pudo para ayudarnos a comprender la voz divina. Era tan insignificante el universo en ese entonces (todo giraba, literal y metafóricamente, alrededor de la Tierra y del ser humano) que a quién se le iba ocurrir preguntarle si había vida más allá de este planeta.

Destaco en especial la frase final del artículo, una cita del teólogo entrevistado Richard Mouw:

“We should not pit ourselves against the Carl Sagans of the world,” he says. “Instead, we ought to take delight in the fact that even if we disagree about the ultimate nature of reality, we share this profound sense of mystery and awe of the cosmos in which we find ourselves

Para quienes no creemos en las religiones, ese conjunto que nace en su mayoría de interpretaciones de la realidad basados en escrituras milenarias, esa frase final es esencial: ¿cómo empezó todo? Y la búsqueda de esta respuesta, más allá de los filtros de los charlatanes, nos sumerge en un profundo misterio, en todos los sentidos de la palabra. Comparto con el budismo la creencia de una fuerza esencial que impulsa la vida (que también nos lleva a la muerte).

Como ese amanuense que se confundió cuando la voz divina le dijo que lo había creado todo en 7 días, es aún tan desbordante la complejidad de la realidad y de nuestra existencia que aún seguimos sin saber cómo transcribir correctamente el texto, salvo que esa voz divina no sea más que el fruto de los esfuerzos de nuestros antepasados por responder a esa pregunta mística y el famoso dictador del texto no exista. Yo vivo muy tranquilo desde que acepté que muy probablemente moriré sin conocer la respuesta, pero no deja de ser fascinante maravillarme cada día por todo lo que ha sido creado hasta ahora –y lo que nos falta por descubrir. (Sigue leyendo »»)

Virginia Woolf escribe un SMS

Parecido a como me sucediera con Modigliani en París, esta mañana en la nueva línea del metro de Amsterdam me senté al lado de una mujer idéntica a Virginia Woolf. Iba vestida prácticamente como en el retrato que le hizo Roger Fry. Llevaba un canasto lleno de frutas y verduras más un arreglo de girasoles sujeto entre sus piernas en el piso. Escribía un SMS en un Nokia 3310 de los antiguos, me recordó a tantos amigos que duraron décadas para pasarse a un smartphone por fidelidad a ese modelo. Estuve tentado a ofrecerle mi teléfono pues veía que quería escribir más rápido pero el teclado no la ayudaba. Eso fue lo primero que pensé. Al observarla con más cuidado, me di cuenta de que manejaba el teclado con soltura, la dificultad era otra: parecía que batallaba contra la multitud de voces que le hablaban al mismo tiempo y no sabía muy bien a cuál de todas darle prioridad, si quería capturarlas sin perder detalle, si la angustiaban o desesperaban.

Traté de imaginarme al receptor del mensaje, ¿intuiría todo el esfuerzo concentrado en esas líneas que recibiría? Sentí también que era un privilegio asistir a un instante de creatividad de la autora de Mrs Dalloway, de ver en tiempo real cómo se elaboraba la polifonía de Las olas, como si todos los personajes trataran de comunicarse con el receptor, ese Peter Walsh virtual que lee la prensa en alguna terraza sin siquiera intuir el mensaje que le sorprenderá en contados minutos. O, viendo la lucha virtual, probablemente en horas.

Llegué a mi parada y terminé mi espionaje de Woolf. Al levantarme de la silla me despedí con una mirada que correspondió alguno de sus personajes, ella seguía concentrada en ese mensaje interminable. Sin querer apoyé mi mano en su abrigo, de esos de lana que llegan hasta las rodillas. Vi los bolsillos largos y profundos y fue inevitable sentir el estremecimiento por su destino. «¿Será este su último abrigo?» y alcancé a calcular la cantidad de piedras con las cuales podría rellenarlos. Tuve que recordarme que era tan solo una coincidencia y que además no creo en la reencarnación. Quizás, como sucedió con Amedeo, era una actriz imbuida plenamente en su papel de Woolf. Seguí mi camino, no sin cierta desazón en todo caso.

Brechas generacionales

En los últimos años he ido coleccionando apuntes sobre diferencias generacionales que he ido encontrando por el camino. Una que sobresale es la de dos jóvenes que escuché charlando en un avión en la que uno le comentaba al otro: «¿Sabías que el papá de Enrique también era cantante?», si bien me sentí un poco más cercano a ellos cuando se lo comenté a algunos amigos de mi edad y algunos me preguntaron: «¿Cuál Enrique?».

Ayer agregué una nueva entrada a mi colección: a una joven bogotana que no conoce la palabra castiza equivalente para stand-up comedian le pregunté que si había escuchado a humoristas como Montecristo o la Nena Jiménez, que si la memoria no me fallaba fueron los pioneros en ese campo en Colombia, mucho antes de que el espanglish se impusiera y los rebautizara como stand-up comedians. Me confesó que no sabía quiénes eran Montecristo o la Nena Jiménez.

Cuando los jóvenes en el avión afirmaban desconocer quién era Julio Iglesias, yo me remonté a mi infancia y temprana adolescencia, cuando en un acto de amor que vencía con gran dificultad a mi pudor, iba a las tiendas de música a comprarle el último álbum de Julio Iglesias a mi mamá por su cumpleaños, eso sí siempre solicitando que por favor lo empacaran de regalo que era para el cumpleaños de mi mamá. Un perverso no se aguantó las ganas y me dijo: «Igual te lo empacamos si es un regalo para ti mismo». Creo que también podré empezar mi colección de grandes sonrojadas con esta anécdota.

Como la que compartí hace poco con M, una de mis grandes tragas del colegio. Le comenté que recordaba que ella hacía siesta en clase con Diana Uribe (a Diana le parecía excelente que los estudiantes fueran libres en todo momento y que sintieran que no era una obligación aprender filosofía), a lo que ella con cierto pudor me respondió que no recordaba que siempre fuera así, que había disfrutado mucho las clases con Diana, en especial cuando analizábamos películas como Blade Runner o The Wall. Atrincherado en la defensa de mi edad actual, décadas después, le comenté que seguramente la recordaba así porque mientras ella dormía yo podía apreciar su belleza sin afán alguno, salvo que eso sí, me perdía del contraste de sus ojos verdes con su piel morena y su sonrisa blanca. Hecha esa confesión, mi trinchera etaria no sirvió de nada: me sonrojé como hacía rato no me sucedía.

Mejor de vuelta a los jóvenes del avión. Después de recordar el pudor con el que iba a comprar discos (o vinilos para mis lectores vintage) de Julio Iglesias, me quedé con un gran interrogante: «¿qué les regalan entonces a sus madres estos jóvenes millennials? ¿Enlaces a las canciones de Enrique o le harán una lista de reproducción con sus temas favoritos en Spotify?». Será mi próxima pregunta a mis amigas con hijos…