Orígenes del minotauro, 1

La perdición del toro es su constancia, su persistencia. La ilusión de creer que al perseguir sin tregua el capote logrará darle alcance. La gracia del torero consiste en alimentar esa ilusión, en acercarle con todo el arte posible el capote, el objetivo. Dicen que el mejor toro es el que se entrega a esta faena con la mayor bravura posible.

En Vivir para contarla, García Márquez cuenta que sorteó una embestida feroz de su madre, Luisa Santiaga, con una verónica larga. Quizás sea la mejor suerte que enseña este arte, cómo sobrevivir a esas embestidas. Se necesita valor: anoche soñé que un toro me perseguía y lo mejor que pude hacer fue correr entre una maraña, entre un laberinto vegetal, con la esperanza de que se cansara o se perdiera. La verónica larga necesita buen humor, no miedo.

Si por un instante el toro se entregara al recuerdo de la dehesa donde fue feliz, dejaría de correr. Sería el final de las corridas. Sería enviado de regreso al coso. Pero el toro no tiene otra opción que ser fiel a sí mismo, a su naturaleza. Es su casta, como la llaman los taurófilos, ese oximorón que define a quienes su amor por el toro solo puede ser saciado con su muerte en el ruedo. Del sueño me quedó el recuerdo de su respiración acelerada, símbolo de su búsqueda infatigable. Esta mañana me puse su cabeza. Amanecí convertido en minotauro. Cin cin.

Picasso, Suite Vollard: minotauro tumbado con mujer.

 

Hasta la última gota. Retrato de una amistad.

Antes de timbrar me gusta ver a través de la ventana a Santiago trabajando en su estudio. Los techos altos, la mesa gigante del centro llena con sus herramientas, los materiales amontonados en la pared y la luz natural que ilumina su trabajo. No dejo de admirar su capacidad de concentración: no existe nada más en el mundo que el libro que está encuadernando en ese momento. Lo veo y sé que estoy contemplando un oficio en vías de extinción. Recuerdo al fogonero de América, de Kafka, que asistía impávido al fin de su oficio. O al amanuense en busca de la caligrafía perfecta. Al ver a mi amigo enfocado en la pasta del libro siento que presencio la fase final de la era Gutenberg, pero esto a él parece tenerlo sin cuidado: al abrir la puerta está de un humor imbatible.
Acaba de regresar de Ámsterdam adonde fue a complacer uno de sus placeres culpables. Me recibe con su clásico “¡Quiubo!” seguido de “¡Entre, entre que tengo muchas cosas para contarle! Prepárese porque vamos a leer unos apartes de El Quijote”. Va a la biblioteca y toma los dos tomos voluminosos de una edición preciosa empastada en cuero templado y con el título pirograbado. Los apoya sobre la mesa y los abre por el lomo: su Quijote es en realidad un estuche en el que guarda botellas y copas. Poseo una edición similar, menos voluminosa, que Santiago me hizo para proteger un raro ejemplar de Oda a la tipografía, de Pablo Neruda, y que leo a veces en la noche. Se frota las manos y cuidadosamente sirve dos copas hasta el borde.
Reconozco el aroma de la ginebra, pero hay algo diferente. Leyendo mi confusión me dice:
–Ginebra Bols extraañeja: 42 grados, cuerpo vigoroso, aroma profundo.
Deliciosa en verdad, y fuerte, me sacude de inmediato. –¿Qué tal el viaje?–, le pregunto.
–Fantástico, tengo varias sorpresas. La primera ya la probó. La segunda es una historia de amor de la categoría platónico para su colección.
Mientras lo dice toma un libro pequeño de su mesa de trabajo y me lo entrega: La pista “Sarasate”. Una investigación sherlockiana tras las huellas del nombre de Pablo Neruda, por Enrique Robertson.
–Lea la dedicatoria.
Abro el libro y leo: Para Pablo Neruda, con un gran abrazo, Enrique. Ámsterdam, 2010. (Sigue leyendo »»)

Calle Hércules

Calle Calvino… calle Beethoven… «Perdón, señor, ¿falta mucho para la calle Hércules?» «Está muy cerca, dos cuadras más adelante y llegó». «Qué alivio, creo que dos cuadras son lo máximo que puedo avanzar con esta bicicleta llena de cosas». Calle Hércules. La enorme casa destinada a los veteranos de la guerra. A estas alturas es un honor que la Oficina de Refugiados y Exiliados me hace. ¿O será uno más de esos chistes originales europeos que todavía no alcanzo a comprender? Quizás ese anciano de bata sentado en la mecedora sea un sobreviviente de la invasión alemana, aunque tiene cara de alemán.

— Buenas tardes, señor. Soy Miguel Ángel Herrera. ¿Es usted la persona encargada de la casa o sabe cómo puedo localizarla?

— ¿Usted viene de Sur América?

— Herrera es un apellido de origen español.

— Cierto, como la mayoría de los de América Latina, pero usted viene de Sur América, ¿verdad?

— Bueno, ¿y cómo lo sabe señor?

— Por sus dientes. Corresponden a la tipología clasificada por el célebre odontólogo Camilo Duque. La medicina, incluyendo la odontología, es una de mis aficiones. Ese libro del doctor Duque es algo raro, pues yo tenía entendido que los odontólogos podían identificar a alguien por sus dientes en casos de cadáveres calcinados y todo ese tipo de desgracias, pero él los mezcló con la genética y, ya ve, sirven también para identificar etnias y culturas. Ahora que usted me ha dado la razón, casi que me animaría a dar dos posibles lugares de donde usted proviene, pero creo que en su condición de refugiado o de exiliado no es conveniente. Otras personas podrían identificarlo y matarlo.

— ¿Cómo sabe usted eso?

— ¡Je! Estuve en la guerra. Sé algo de inteligencia militar, y por lo visto los métodos no han cambiado mucho. Pero en fin. Está usted cerca de la libertad. Esta es la última estación de los refugiados y exiliados políticos. De acá saldrá usted a una nueva vida, libre de sospechas y paranoias. Mi nombre es van Geuns. Walter van Geuns.

— Walter es un nombre alemán.

— Tanto como Herrera es un apellido español.

— Entiendo.

 ¿Era entonces Walter van Geuns el auténtico último chiste de la Oficina? ¿Un personaje que me habla de libertad mientras me invita a pasar a una casa para veteranos? ¿Es esta mi última parada? Volví a leer la dirección en el sobre amarillo (todas las cartas de la Oficina vienen en sobres de este color).

— Veo, ¿cree que yo también soy un chiste, cierto?

— Bueno, usted comprenderá que tratándose de mi nueva casa quiero estar seguro de que no me equivoco.

— Su carácter pacífico me hablaba de un hombre inteligente, pero ahora lo estoy dudando. ¡Ja, ja, ja, ja! No me mire así, es sólo una broma. Parece que nuestro sentido del humor todavía le es extraño, aunque para llegar acá ya debe de haber vivido entre nosotros mínimo dos años.

 

Dos años. Así es. Dos años, tres meses y nueve cartas en sobres amarillos. En la mitad de las estaciones siempre me llega mi sobre amarillo con la nueva dirección de mi residencia, "por razones de seguridad". La idea es que no me acostumbre mucho a un vecindario, que no me adapte a las calles, a las personas, a ciertos lugares, que nunca pierda mi carácter de persona que debe desplazarse con mucha flexibilidad. Todo mi equipaje viaja en las dos maletas y las cuatro cajas que caben en mi bicicleta. Después de dos años y nueve trasteos he empezado a preguntarme si en realidad necesito las cuatro cajas, si con las dos maletas sería suficiente. Y bueno, si la calle Hércules quedara una cuadra más adelante, con profunda discreción me hubiera despojado de las cajas. «Siga, por favor. Todavía le espera una sorpresa menor», me dijo el señor van Geuns. Y sí. No me la esperaba.

— ¿Un baño?

— ¿Y…? Usted es un refugiado…

— Un exiliado.

— Un exiliado, pero parece que nunca ha vivido una guerra. Siempre me he preguntado qué clase de exiliados es la que produce Sur América: hasta el momento no he conocido el primero que haya estado en una guerra…

— Señor van Geuns, nuestras guerras son muy complejas, no son como las suyas, en las que hay jugadores diferenciados. En apariencia las nuestras también debieran de ser tableros de ajedrez con fichas claras, pero todo se complica cuando aparece un caballo que dice ser una dama, un peón que cree que no es menos que una torre, un rey inmovilizado… y creo que no hay ni una dama por ninguna parte.

— Sí, me imagino, típico machismo latinoamericano. No sé si me suena interesante, al menos sí complicado, pero ojalá haya tiempo para hablar de ello.

— ¿Sugiere usted que mi estadía acá será breve?

— ¡Ja, ja, muchacho! Ustedes los exiliados siempre son iguales. No dejan de pensar en cuándo volverán al infierno del que escaparon. Pero sí, creo que será breve. Le harán una oferta para quedarse o regresar, según lo que usted prefiera.

— ¿Por qué sabe usted tanto de estas cosas?

— Ya se lo dije, sé algo de inteligencia militar. Pero para ser honesto, más honesto aún quiero decir, la Oficina nos prepara para recibirlos, pues por supuesto no es comprensible que vivan entre nosotros jóvenes de su edad. Y es una forma sana de motivar nuestra solidaridad y no nuestra protesta por el temor de que lleguen todas esas señales de la juventud, las juergas, las mujeres, y menos de la juventud latinoamericana, la música a alto volumen y todas esas cosas que usted debe conocer mejor que yo. Además, ¿no le parece un baño cómodo?

Era amplio, había que reconocerlo, de grandes ventanas y techo alto. Siglo XVII, me parece. ¿Regresar? Todas las encuestas dicen que más de la mitad de mis compatriotas quieren irse del país. Yo no quería irme del país. Vivía en un buen barrio, tenía mis amigos y un excelente trabajo. Y la finca de mi abuela. Era uno más de los habitantes de las porciones del Primer Mundo que hay en América Latina. Sí, la inseguridad, pero si uno no se involucra en cosas que no debe, como en Derechos Humanos, nada ha de pasar. Ni en secuestros tampoco, por supuesto. Y con calles bien vigiladas no tienen por qué robarme el carro o el saco. Aunque dicen que los servicios de inteligencia estaban robando camperos. Pero, igual, mi carro no era un campero.

— Sí, a todos les queda sonando. Yo me pregunto si la Oficina me está utilizando para prepararlos para La Pregunta y no me está aumentando mi seguridad social por ello. Pero en fin. Instálese y jugaremos dominó en la noche.

— ¿Y qué responde la mayoría?

— Bueno, eso no lo sé. El día de La Pregunta todos salen con sus cosas y nunca vuelvo a verlos.

 No es un chiste, es un sádico. Saco mis cosas de las cajas, la estufita, el radio, la plancha, las dos lámparas, mi ropa, unos libritos, el par de zapatos, lo mínimo, creo yo. La Pregunta. ¿Pero quién es este hombre? ¿Uno de tantos locos? ¿Por qué sabe tanto? ¿Un espía de la oficina? No me hubiera dicho nada, de hecho no tiene por qué decirme nada, sólo el cuento de La Pregunta. ¿Dominó esta noche? ¿Más preguntas? «Voy a dar una vuelta por el bulevar y nos vemos más tarde», «No tiene por qué jugar dominó si no quiere, tranquilo. Ustedes los latinos, siempre con evasivas. Dígalo, nada más dígalo». «Voy al bulevar».

 

Esto es desesperante. Nunca nada me es familiar. Ya no tengo espíritu aventurero. Quiero estabilidad, quiero tener un lugar preferido en el parque, entablar amistades, desarrollar una rutina de trabajo, cualquier cosa, pero no más de esto. La poética de la calle. Este cuento ya no me funciona. Pero esta calle está bien atractiva. Calle Hércules. ¿Y cuál será el chiste de la Oficina relacionado con esta calle? ¿Qué señales de fuerza tendré que dar? ¿Derrumbar la casa de veteranos? Un desfile de modas al final de la calle. Todo el derroche de los europeos para cada estación. En la universidad tenía compañeras que renovaban su vestuario cada cuatro meses según la tendencia para la nueva estación, aunque en el trópico no tenemos estaciones. Una de ellas incluso cambiaba de llantas cada seis meses para minimizar el riesgo de pincharse en las calles llenas de huecos, y en un acto de generosidad le regalaba las llantas que le sobraban a mi hermana. «Hola Daniel», «¿Qué? ¿Laura? ¿Tú qué haces aquí?» «Eso te pregunto, ¿qué haces tú aquí?». Laura, la hermosa, la inalcanzable, la "botella de Coca-cola", como alguna vez le dijo una amiga cuando la vio desnuda en el baño. «Laura, sé discreta con mi nombre. Es una historia larga, pero aquí todos me conocen como Miguel Ángel Herrera». «¡Qué nombre tan original! ¿Andas metido en drogas o en prostitución?» «Nada de eso, no le digas a nadie pero ahora soy un exiliado político» «¡Ay, por favor! No me hagas reír. ¿Me estás tomando del pelo?» En el colegio yo no mataba una mosca. Soy un caballero. Un hombre tímido, como dirían las psicólogas. «Laura, estoy de acuerdo. Es una historia absurda. Ya te la contaré pero tienes que mantenerla en absoluta reserva. No es un chiste. Recibí graves amenazas y aunque parece que el peligro ya pasó la cosa fue seria y me podrían estar persiguiendo todavía». «Me parece excitante el cuento». A Laura todo le excitaba. Laurafox, le decían en el colegio. No había hombre imposible o prohibido para ella. Con Laura aprendí cuán frágiles son los noviazgos y los matrimonios: una aventura con ella y todos se acababan. Una vez Laura me escogió porque le parecía divertido. Mis amigas dejaron de hablarme: «Nunca nos imaginamos que pudieras llegar tan bajo». Y tenían razón. Laura me enloqueció. «Bueno, ¿pero tú que estás haciendo aquí? ¿Nunca terminaste medicina?» «Me falta un año, pero en vacaciones me vengo a modelar y con lo que gano me pago el semestre. Espera que me faltan dos salidas y nos vamos a tomar una cerveza».

Una modelo perfecta. Hacía lucir todo perfecto. Las mujeres que la observaban querían vestirse igual para tratar de apropiarse de su aura. Y se trata de una futura médica. «¿Dónde estás viviendo?» «En la casa para veteranos de la guerra. ¿Y tú?» «Hoy tengo que buscar una nueva casa porque me quieren subir el alquiler y tengo que ahorrar al máximo. ¿Crees que me puedo ir a vivir contigo?» «Vivo en un baño» «Tú historia me está gustando cada vez más. Pero para mí no importa. Solamente necesito un lugar para descansar. Este trabajo es de 24 horas al día» «Pues por mí no hay problema» «Listo. Vamos por mis cosas». «Vaya, esto sí es nuevo. No solamente trae más equipaje del que le cabe en la bicicleta sino que además trae compañía. Cómo cambian los tiempos…», dijo el señor van Geuns apenas nos vio llegar. «Ya lo creo. Le presento a Laura…» Se me había olvidado el apellido. Ella era Laura. Nada más. «L a u r a, no Lora, como me dicen todos aquí» «Además son casi colegas, señor van Geuns, pues ella es estudiante de medicina» «¡Ah! Qué maravilla. Esto se pone mejor. Venga, por favor, quiero mostrarle mi biblioteca, mi orgullo personal. Miguel Ángel mientras tanto puede llevar sus cosas a su habitación. Bueno, me imagino que usted ya sabe cómo es la habitación» «Sí, no se preocupe, es el espacio ideal para el verano, cerca a una ducha».

Laura era la cura a mi soledad, a mi exilio. Ella traía todo mi pasado, toda mi juventud, la misma lengua, estaba de nuevo enamorado de ella. Paseábamos en bicicleta de arriba a abajo y de abajo a arriba. Me presentó con sus compañeras de trabajo, tomábamos el sol cerca a los canales, ella semidesnuda, con su torso ya tostado. «Lo que ese hombre ha hecho es algo increíble» «¿Quién?» «Walter» «¿Qué hizo?» «De un número de Science recortó la fotografía de uno de los Nobel de medicina y con una lupa reconstruyó la biblioteca que aparece en el fondo de la fotografía. Lo hizo con tal milimetría que incluso dejó en blanco el espacio que ocupa la silueta del Nobel. "Creo que detrás de él están los libros de neurocirugía, los más importantes, su especialidad", me dijo. Me preguntó que si yo sabía algo de él y que si podría sugerirle algunos títulos que terminaran de armar el rompecabezas. "Después de leerme todo esto quizás yo también me gane un Nobel", y se rió. Esa biblioteca vale una fortuna. Tiene libros incunables. No sé cómo los consiguió» «No me digas» «Es un médico frustrado por la guerra. Creo que sabe bastante. Me ofreció visitar su biblioteca cuando quisiera» «Otro hombre que no escapa a tus encantos» «¿Otro?» Y saltó suavemente sobre mí. «Es hora de regresar a casa», me dijo.

«Apaga el radio» «¿No te gusta el jazz?» «Me fascina, pero me desconcentras cuando me acaricias como si yo fuera un contrabajo. Así no llegaré a ningún lado… Así está mejor. Quiero escuchar a los niños jugando, el fluir del agua en el canal, las hojas cayendo». Una mujer sensible. «Sigues siendo un amante suave. Un amante para el verano. Pero me gusta más fuerte. Sí, así mejor». Laura parecía una gigante. O yo un enano. Su cuerpo se dilataba hasta fundirse con la ciudad y el paisaje, y a mí empezaba a faltarme el oxígeno. ¿Laura, La Pregunta y la nueva vida? No, tengo que concentrarme, la Oficina no puede pensar en todo esto, no puede organizar todo esto. No puede ser. Laura se convertía en un mar profundo y yo era la pequeña fragata destinada a naufragar en ella. La nueva vida era ya una realidad.

«Señor Herrera, venga por favor, tengo que comentarle algo en privado». Laura siguió al baño y yo me senté a hablar con el señor van Geuns. «Es sólo por una breve temporada. Ella no se quedará más de dos semanas acá. Espero que no lo moleste, o que no estemos haciendo demasiado ruido para los demás inquilinos» «No es eso. Tengo la sospecha de que ella me ha robado algunos libros» «No la he visto llegar con ningún libro, pero igual me comentó que usted le ofreció su biblioteca» «Sí, que puede consultarla cuando quiera, pero no que se puede llevar los libros». «Señor van Geuns, excúseme pero hemos estado juntos casi todo el tiempo y pienso que es mejor que usted empiece a buscar otro responsable de la pérdida de sus libros» «A la hora de la cena ella siempre se demora en llegar al comedor y creo que es ahí cuando me ha robado» «Excúseme, señor van Geuns, usted debe estar loco, o paranoico con el cuidado de su biblioteca» «Estuve en la guerra, es cierto, pero no estoy loco. Sin embargo, usted no debe olvidar lo primero» «¿Me está amenazando?» «No digo más. Déjeme inspeccionar su cuarto ahora mismo y salgamos de toda sospecha» «Me parece bien, excelente».

Me asomé en el cuarto antes de entrar. Laura todavía no estaba desnuda. Vestía su falda larga blanca. «El señor van Geuns sospecha que tú le estás robando sus libros de medicina y quiere inspeccionar el baño, perdón, nuestro cuarto, ahora mismo» «Dile que siga, pero de aquí no me pienso mover». Walter inspeccionó todo el baño, sospecho que estaba tras algo más, y como era de esperarse, no encontró nada. «Ella está sentada sobre ellos» «Por favor, ya inspeccionó todo el cuarto. Ya es suficiente» «Súbale la falda» Y ahí estaba Laura, con sus largas piernas descubiertas. «Creo que usted ya ha observado demasiado, señor van Geuns. Por favor déjenos descansar. Nos veremos a la hora de la cena». Walter no salió muy convencido. «¿Le creíste?» «Laura, ¿tú qué crees?» «¿Por qué dejaste que requisara el cuarto?» «Para anular sus argumentos, nada más. No nos conviene tampoco que arme un escándalo con la Oficina» «Todavía no me has contado por qué estás exiliado» «Ahora no Laura. Tomemos una ducha y vamos a cenar» «Desvísteme, por favor».

Van Geuns no le quitó el ojo de encima a Laura durante toda la cena. Y no era precisamente una mirada placentera. «Vámonos a otro lugar. Ese señor me hace sentir insegura» «Laura, no puedo, es mi convenio con la Oficina. Solamente me puedo ir a donde ellos digan» «Te vas a quedar solo otra vez» «Laura, tranquilízate, creo que ya no falta mucho. Esta semana tienes desfiles todos los días y después podemos quedarnos hasta tarde caminando por ahí y regresamos a dormir y nada más» «No me gusta esa mirada» «No te preocupes. Es un hombre inofensivo. Un médico frustrado no puede ser otra cosa, ¿o sí?» «Un médico de abortos». La noche y la ciudad nos esperaban. Laura conocía la ciudad mejor que yo. O, mejor, conocía los sitios paganos, la diversión sin límites, del olvido de todo y de sí mismo. Una noche, al regresar, encontramos una nota de Walter: «Ya me hace falta la mitad de mi colección. Quiero decirles que si este hurto indiscriminado continúa, tomaré medidas al respecto». «¿Será esta la forma en que trata de conquistarte?» «No me gusta, Daniel, no me gusta. Siento algo muy raro» «Voy a ir a hablar con él».

Walter estaba sentado a la entrada, con un radio al lado de su oído.

—Buenas noches, señor van Geuns.

—Buenas, Miguel Ángel. Quiero decirle que siento un respeto profundo por usted. Casi todos los exiliados de Sur América han sido luchadores por los derechos humanos. Ustedes son los héroes de nuestro tiempo. Los auténticos guerreros por un mundo mejor. Pero esto no le da derecho de cohonestar el robo de mis libros.

— Señor van Geuns…

— Puede decirme Walter.

— Walter, nunca luché por los derechos humanos. Yo era un ingeniero de sistemas y una vez un amigo me preguntó que si habría forma de abrir un archivo protegido por una contraseña. Me dijo que una amiga de él había quedado viuda y que entre los archivos de su esposo había uno que se llamaba Vida.doc. Ella suponía que además de tratarse del diario del marido, podría ser el testamento o que contenía información sobre los trámites que debería seguir ante la compañía aseguradora, pues vivían en unión libre y ella no tenía mayor capital. Yo era un experto en programación y pude crear el programa para averiguar la contraseña.

— ¿Y qué decía el archivo?

— No lo leí. Hice el programa de tal manera que imprimía la clave pero no abría el archivo. Pero esto era lo de menos. Mi amigo me había engañado, para protegerme, me imagino. Él sí era un abogado activista a favor de los derechos humanos y ganó una acción de tutela que le permitió acceder a los archivos de inteligencia de los organismos de seguridad del Estado. Su mayor sorpresa era que todos los archivos de los expedientes importantes estaban en documentos protegidos con contraseña; como cosa rara, la hoja con las contraseñas se había perdido y no había forma de tener acceso a ellos. Con mi programa encontró las claves maestras para todos los archivos y preparaba una demanda en grande contra altos funcionarios del Estado. Curiosamente murió en un accidente de tránsito a los pocos días, pero dejó una nota en la que decía que varias personas tenían copia de las claves y que si algo le pasaba a él, esas personas podrían hacer públicos los expedientes. Una de estas personas me llamó, me contó toda la verdad y me dijo que mi nombre estaba en la lista negra, que tenía que abandonar el país cuanto antes y que había una institución que me podría ayudar a ubicarme en el exterior. Y sí, el día en que yo salí del país habían sido destituidos algunos comandantes, a otros les habían quitado la visa para ingresar a Estados Unidos y también cerraron una brigada de inteligencia política. Pero yo nunca tuve ni el valor ni el interés de participar siquiera en alguna de las marchas de los activistas por los derechos humanos, por la paz, por ninguna de esas cosas. Yo vivía en mi pequeña isla primermundista, indiferente ante lo que pasaba a mi alrededor. Es cierto que la isla es cada vez más pequeña, de hecho, el dueño de la mitad de la industria, de los medios de comunicación y del Estado vive fuera del país desde hace muchos años. El caso es que hasta ahora que soy exiliado trato de saber qué fue lo que me pasó y por qué. Ahora siento que debería regresar a hacer algo de verdad, pero otras veces no sé. Sigo tan impotente como la mayoría de mis compatriotas. Lo más doloroso, lo más terrible, es que la situación solamente empeora.

— Sí, todo tiene que estar muy mal para que los guerreros abandonen la lucha…

Un estruendo silenció nuestra conversación. «Es ella. Vamos rápido» «¿Qué quiere usted decir?». Walter van Geuns había tendido una trampa en su biblioteca, una cerca eléctrica de alto voltaje. Y ahí estaba Laura con la frente destrozada por la descarga, paralizada, tiritando agonizante, recibiendo chispitas de los fusibles estallados. «¿Qué hizo, imbécil, qué hizo?» «No sabía que la descarga iba a ser tan potente. Yo simplemente quería darle una lección» «¡Haga algo! Usted es un médico, ¡sálvela!» «No puedo hacer nada, yo sólo leí libros de medicina, nunca practiqué». Haciendo un gran esfuerzo se llevó la mano al bolsillo de su bata y me dijo: «Tome, llegó hoy». Y dejó escurrir entre sus dedos el sobre amarillo. Luego cayó de rodillas, con las manos en la cabeza, enloquecido porque la defensa de sus libros hubiera costado una vida humana.

(Final original)

El entierro de Laura fue bastante discreto. Como ella querría, pues nunca aceptaría que otras personas supieran que había muerto. Su imagen tenía que seguir siendo una metáfora de la libertad para los demás. El viejo Walter van Geuns fue llevado a la cárcel y luego al sanatorio. La última vez que lo vi tenía las manos engarrotadas, pegadas a su pecho. Yo había olvidado lo del sobre y un miembro de la Oficina me lo recordó. Salí de la casa de veteranos de la calle Hércules en mi bicicleta, sin nada más. Ni siquiera con una vaga idea de qué iba a responder ante La Pregunta. Sólo tenía presente que el agua del canal fluía esa mañana como a Laura le gustaba.

 

(Final alternativo)

El señor van Geuns fue llevado al sanatorio. Nunca volvió a tener conciencia ni de sí ni de nada, ni siquiera para saber que después de todo la descarga eléctrica no había sido tan fuerte y que Laura se recuperó a los pocos días. La última vez que lo vi tenía las manos engarrotadas, pegadas a su pecho. Yo había olvidado lo del sobre y un miembro de la Oficina me lo recordó. Salimos de la casa de veteranos de la calle Hércules en la bicicleta, cada uno con una maleta y una caja grande llena de libros de medicina. "¿Qué vas a responder?", me preguntó Laura. "Todavía no lo sé", le dije. Sólo tenía presente que en esa mañana el agua de los canales fluía como a ella le gustaba.