Del síndrome de don Quijote: Clarice Starling

1.

17 años después y aún no deja de sorprenderme: el registro minucioso de los homicidios en Amsterdam. Sé que en la primera semana de 2016 Het Parool publicará el mapa con los homicidios de 2015 en Amsterdam, con una breve descripción de cada uno de ellos. Sigue el eco de esa alarma que tuvo el gabinete de Schelto Patijn en 1999 cuando el índice se elevó a 65 homicidios en la ciudad: Inaceptable, fue la palabra categórica con la cual se lanzó a actuar en contra de esa cifra. Aún no cumplen el objetivo de llevar el índice a cero, la cifra mágica para decirles a sus ciudadanos que pueden caminar por la calle seguros de que no serán asesinados.

El índice de la barbaridad en Bogotá (y por extensión en Colombia) es que esta tasa de homicidios no alarma a nadie. Es aterradora, sí, pero nadie señala a algún responsable, nadie le exige al alcalde que haga algo porque los ciudadanos están acostumbrados a esa realidad. A 27 de julio de 2015, el índice de muertes violentas durante el primer semestre del año en Bogotá fue de 647. Algo así como las muertes violentas en Amsterdam durante los últimos 30 años (de pronto hasta 40).

Recién llegado a Holanda también me preguntaron: “¿Cómo se acostumbra uno a vivir con tanta corrupción?”. “Es parte del día a día”, fue mi débil respuesta. Es una pregunta muy buena que sigo tratando de responder aún. Se ha incrementado el número de estudios sobre la percepción del miedo y la inseguridad en Bogotá, cosa que tiene toda la lógica del mundo porque es una realidad que al salir a la calle puede haber una violación, robo o asesinato: las cifras están ahí. ¿Cómo se acostumbra uno a vivir con tantos homicidios en la ciudad?

Una primera respuesta es asumirlos como normales. Según la Policía Nacional:

La ciudad [Bogotá] entró en una etapa de estabilidad en la que bajar el número de homicidios cada vez es más difícil, pero no significa que sea imposible. Por ahora, el nivel de casos frente al número de población es aceptable.

Me pregunto qué es lo que encuentra aceptable la Policía Nacional en estas cifras, más aún, que hable de una etapa de estabilidad: ¿cuáles son las variables o tendencias que tiene identificadas para decir que estas muertes son normales? ¿por qué no se actúa para reducirlas si tan bien se las conoce? ¿por qué los bogotanos no tachan como inaceptable ese índice y exigen medidas al respecto? Me encantaría leer el análisis sociológico de cómo nos acostumbramos a estas cifras sin disparar alarmas. A los estorninos que sienten la obligación de hinchar el pecho porque les critican a su país, les doy el alpiste de saber que la tasa de suicidios en Holanda es mayor que en Colombia.

2.

En este contexto, me sorprendí también cuando hace unos años conocí a una joven criminóloga amsterdamesa en un taller de yoga para escritores. Le pregunté medio en serio medio en broma que si el libro de De Quincey había sido alguna influencia para ella. Muy sinceramente me respondió que no lo había leído y que su influencia más clara había sido Clarice Lispector: “Desde niña sentía una especial fascinación por ver las dinámicas sociales. Muchas veces me llamaron chismosa, pero mi interés era sobre todo entender qué sucedía entre las personas. Cuando vi El silencio de los inocentes me di cuenta de que esta curiosidad mía podría ser un talento para resolver crímenes: hasta que las piezas no encajan no me siento satisfecha. Y en mi trabajo actual esto significa que hasta que el responsable no sea atrapado no me doy por vencida. Es lo más difícil que he tenido que aprender: no siempre se logra y hay que aprender a soltarlo, no sabes lo difícil que eso es”. Con buen sentido del humor, cuando le envié Buen provecho, advirtiéndole que era un cuento atroz, “¿de caníbales?” me preguntó de inmediato, me respondió por emilio que le había parecido delicioso.

Cuando le pregunté que si tenía trabajo con una tasa de homicidios tan baja en la ciudad, me respondió que la criminalística era mucho más amplia y que efectivamente ella no estaba vinculada al área de homicidios sino al estudio de otras redes criminales, que como colombiano podría imaginar fácilmente. Aquí sentí que se abrió una puerta de desconfianza, como si yo pudiera ser un emisario de alguna de esas redes dispuesto a penetrar a la Policía holandesa. En ese punto, con la agente Sterling me sentiría más que satisfecho, como probablemente pudo haber comprobado ella si me puso en el radar de los sospechosos colombianos por algún tiempo. No volvimos a hablar y asumí con total tranquilidad el hecho de que no iba a penetrar a la policía holandesa. Aunque ganas no me faltaban.

3.

Terminé de ver por Netflix Hannibal. Pensé de nuevo en la agente Sterling amsterdamesa y me pregunté si tendría ganas de estudiar criminología luego de ver esta versión de la novela de Harris, no sin antes sorprenderme por enésima vez del genio de Cervantes: ver cómo la narrativa de los caballeros determina el sentido de la vida para muchas personas. Desde el siglo XX, las novelas de caballería han sido remplazadas por las series televisivas y ahí tenemos una gran fuente y los rastros de los nuevos afectados por el síndrome de don Quijote. Hannibal es exitosa en mostrar cómo los psiquiatras y los criminólogos corren el riesgo de terminar alineados por el tema de sus objetos de estudio. Una variación más del proverbio árabe escoge bien a tus enemigos, porque terminarás pareciéndote a ellos.

Siendo consecuentes con el síndrome de don Quijote, ¿cuál es el riesgo de ver nuevos Hannibals en la vida real? Ni idea. Sé que entre líneas los guionistas le han dado un nivel de sofisticación difícil de alcanzar para un psicópata, además de necesitar una buena cantidad de recursos para tratar de hacer parangón o superar siquiera lo logrado por Hannibal. Los demás criminales son mostrados como aficionados de mal gusto y salvajes, un mensaje al inconsciente de algún lobo solitario por ahí que desee convertirse en un jaguar hambriento que destroza con su mandíbula humanos.

En mi condición de esteta, después de ese viaje tan largo por la perversidad humana, guardé en mi mochila el refinamiento de Hannibal para servir la comida (a pesar de ciertos ingredientes), su sentido estético para hacer instalaciones (a pesar de los cuerpos mutilados) y el talento de Laurence Fishburne como actor. Y, sobre todo, el retrato del psicoanalista legado por José Gutiérrez en Lo que no dijo Freud… y la felicidad y varios de los libros de Yalom. Mi mente perversa me dice que este Hannibal en particular es un personaje creado por un alma sensible en la línea de Franklyn Froideveaux (¿qué hay en un nombre?) que quedó marcado por el rechazo de su terapeuta cuando le dijo que no era su amigo y que no era más que un cliente para él. Luego, por esa maravilla de la catarsis, descubre el peligro de parecerse a su personaje –tal como lo anticipa el proverbio árabe– y lo lleva hasta las últimas consecuencias.