Encuentros con Thomas

Thomas es uno de los actores más famosos del mundo. Lo conocí una noche en Amsterdam en la que se había perdido por los canales. Iba en mi bici y él extendió su brazo con un mapa para pedirme ayuda. Lo miré y claro que me impactó darme cuenta quién era. Sobre todo sus dientes, de una blancura que brillaba aún en la calle poco iluminada. Me ofrecí a llevarlo al apartamento donde se estaba alojando. Pasamos por la Berenstraat, donde se encuentra mi librería de libros de artistas preferida, Boekie Woekie. Le mostré la vitrina y le conté lo especial que era esa librería. Se mostró muy interesado y le dije que muy cerca también había una especializada en libros de viajes. Me dijo que si estaba en el camino a su casa podíamos desviarnos, que si no, prefería regresar porque lo estaban esperando. Me preguntó qué tan lejos estábamos y calculé que a unos 10-15 minutos. Por seguridad saqué mi teléfono y utilicé el navegador. Me dijo que no dejaba de ser paradójico que el viniera de hacer una de las películas más avanzadas en materia de tecnología y no tuviera un simple navegador en su bolsillo. Yo estaba encantado con mi Nokia N87 de entonces, que tenía la enorme ventaja de ofrecer el servicio de navegación sin necesidad de estar conectado a internet. “¿Ah sí? Mañana mismo me compro uno”. Le conté de otras ventajas que casi nadie utilizaba, como el transmisor de FM: “Puede convertirse en una pequeña emisora de FM, digamos que transmites en el dial 106.5, lo sintonizas con el radio de tu auto y puedes escuchar con muy buena calidad la música que tengas guardada en él. O si tienes conexión a internet, puedes buscar música en Youtube y transmitirla también”. En broma me dijo que debería incluir esas imágenes en su próxima película de la saga de espías.

Una vez que llegamos a su casa intercambiamos correos electrónicos y me dijo que si pasaba por Estados Unidos que le diera una llamada a ver si quedábamos y me devolvía el paseo. Me pareció un tipo simpático y nos despedimos con un abrazo.

La última vez que fui a Nueva York le escribí contándole que estaría de visita una semana. Él me dijo que estaría allí con su esposa y su hija y que me invitaba a cenar, que le dijera cuando. Compré un librito de ilustraciones animadas del Boekie Woekie y se lo llevé de regalo para la cena. Me preguntó cómo estaban las cosas en Amsterdam y me invitó a que lo acompañara a cocinar.

Empezó a vestirse con un traje de mandarín, se puso un bigote postizo idéntico al del ilusionista Wei Ling Soo representado por Colin Firth en Magic in the Moonlight –de hecho fue esta película la que me recordó esta historia con Thomas— y me contó que se vestía así cada vez que iba a cocinar comida oriental, que en los tiempos muertos de la película que filmó en Japón sobre el último samurái tomó clases de cocina de un chef chino que cocinaba como ningún otro. “Casi lo convenzo de venirse como mi cocinero, pero él estaba muy feliz allá”. Obsesionado por aprender cada secreto gastronómico de él, decidió convertirse en su clon y representarlo cuando cocinaba. “Es uno de los secretos para ser buen actor, aprender a imitar a la perfección”.

Por fortuna Thomas irradia una seguridad extrema sobre su condición de actor. Me di cuenta que hasta entonces yo lo veía más como una celebridad famosa que como actor. De hecho, no me parece un gran actor, si bien me gustó mucho su actuación en la película con Nicholson. Me conmovió mucho ver a este hombre representando a un cocinero chino en traje de mandarín con largos bigotes para preparar una sopa wonton.

En ese momento se ganó todo mi respeto y admiración, pues estaba viendo a alguien que vivía con total entrega su pasión por su oficio. Me quedé totalmente callado para no interrumpir su performance cuando él empezó a hablar español con acento cubano. No me lo podía creer. Me hizo reír mucho: “¿cómo es esta historia, Thomas, te vistes de cocinero mandarín con esos bigotes largos para hablar español como un cubano?”. Me respondió que en la avenida Roosevelt hay un restaurante de comida china-cubana llamado Mi estrella donde el chef es un chino que creció con su familia en Cuba y luego emigraron a los Estados Unidos. “Es enorme y lo último que te esperas es que te hable español como un cubano”. Le pregunté que cómo lo había descubierto y me contó que fue su exnovia española la que lo llevó allá y le dijo: “Mira, si este chino habla español, tú también puedes aprenderlo”. Thomas aceptó el desafío y decidió tomar clases de cocina con este chef chino pero en español. “Después de la sopa wonton te voy a preparar laj cojtilla de celdo más ricas de tol mundo, camalá. Le pregunté que si el chef chino-cubano también se vestía como mandarín para cocinar. Se rió y me dijo que no, que apenas utilizaba franela blanca sin importar si era invierno o verano. Obviamente puse en mi agenda de viaje la visita a Mi estrella, entre otras porque en efecto las costillas de cerdo preparadas por Thomas eran de rechupete. “¿Será mejor que el maestro?”, me pregunté. Igual también me parecía divertido ir a conocer al chef y reírme un buen rato porque siempre se habla muy fácil con los cubanos.

No pude evitar preguntarle a Thomas que si no había revolucionado el restaurante visitándolo con su famosa ex española. Respondió que era casi medianoche, no había casi gente y el chef no estaba impresionado para nada, salvo por el pecho famoso de ella, al que miraba con simulado reojo, “como cualquier cubano”.

“En Nueva York podemos caminar con cierta libertad relativamente, salvo por esa pesadilla de los paparazis, que te fotografían sin saber de dónde. Por eso compré mi rancho: es tan grande que estoy seguro de que no hay ningún fotógrafo en kilómetros a la redonda, donde tengo la libertad de tirarme un pedo o sacarme un moco sin que sea noticia mundial”. Tengo varios amigos actores, ninguno de lejos tan famoso como Thomas, y me parece que todos ellos comparten un halo de teatralidad en sus gestos cotidianos. Ver a Thomas renegando de la violación de su intimidad de esta manera, vestido de chef mandarín-cubano, era bastante teatral, pero creo que intuí cómo enriquecía con ello su vida.

Le conté que en un viaje de un mes a Lima a visitar a mi bella exnovia colombiana, mientras ella trabajaba de día yo paseaba con su conductor por la ciudad. De regreso a casa pasábamos con frecuencia por un templo japonés que me llamó mucho la atención. Siempre aprovecho la oportunidad de meditar en un templo japonés, es una experiencia fabulosa. Le pregunté si creía que podíamos visitar el templo y me dijo que sí. Un día frente al templo me dijo que teníamos una hora antes de recoger a mi ex en el trabajo. Me pareció que era tiempo suficiente y lo invité a que me acompañara. Entramos y había una especie de práctica de reiki meditativo. Unas voluntarias se ofrecían a dar un masaje de reiki a los visitantes. Acepté de inmediato y Nemesio también. Después de media hora estaba totalmente relajado, con la mente en blanco. Le di las gracias a la masajista y me fui a buscar a Nemesio. Estaba profundo sobre la tabla. Miré a su masajista con cara de qué pena levantarlo pero tenemos que irnos. “¡Víctor, Víctor, despierta!”, le dijo ella. Me quedé sorprendido porque hasta entonces tenía entendido que se llamaba Nemesio, no entendía el Víctor de dónde venía. En el auto le pregunté que al fin cómo se llamaba, o que si por seguridad había dado un nombre falso. “No, me llamo Víctor Nemesio. Víctor lo utilizo en mi vida íntima y personal, Nemesio en mi vida laboral”. Me pareció inteligentísimo de su parte: si alguno de sus jefes, de esos tarugos con poder que desprecian a sus subalternos lo trataban como “¡Nemesio, imbécil!”, él sencillamente al terminar su jornada laboral, dejaba a Nemesio en el edificio, se vestía de Víctor, olvidaba esos abusos del poder y salía a disfrutar como nuevo de lo que quedaba del día. “Nunca había visto las ventajas de tener una doble personalidad”, le dije. Él orilló el auto y muy serio me miró a través del retrovisor y me preguntó: “¿Usted realmente cree que tengo doble personalidad?”. Sentí que lo tomaba como una ofensa y le rogué que lo viera como algo divertido y hasta conveniente. De regreso a Holanda me despedí de él dándole las gracias tanto a Nemesio como a Víctor por su amabilidad durante ese tiempo.

Volviendo al apartamento en NY y después de esa historia con Víctor Nemesio le lancé la pregunta: “¿Cuántas personalidades tienes tú, Thomas?”. Con una sonrisa me respondió: “Muchas, demasiadas quizás. Por eso es que es bueno enamorarse de una actriz, porque a ellas les pasa lo mismo y no creen que las múltiples personalidades, las almas de todos los personajes que has representado, sean una impostura sino que realmente habitan en ti”. Hasta ese día yo me sentía muy orgulloso de que a pesar de todo mi tiempo fuera de Colombia me seguía sintiendo colombiano y conservaba mi acento igual que siempre, que apenas me encontraba con mis amigos entrañables era como si no nos hubiéramos visto apenas por una semana. Pero de Thomas aprendí la plasticidad que ofrece representar a un personaje, a otro yo, en la vida cotidiana. Le agradecí la cena a Thomas y me fui a escuchar jazz al Village Vanguard. Desde entonces, siempre que voy a preparar comida colombiana me visto como el difunto chef Segundo Cabezas, de quien vi sus programas de cocina en mi infancia, y estoy convencido de que la comida sabe más rico cuando lo represento que cuando no.

Bailemos: