H. me explicaba que fue gracias a la invención de la fotografía que la pintura evolucionó a las formas abstractas creadas en el siglo XX. El nuevo invento hizo que entrara en desuso la tradición de encargar retratos personales o familiares y los pintores tuvieron que reinventarse. Sin embargo, tiene su gracia imaginarse a Van Gogh tomándose un selfie para dibujar uno de sus autorretratos, se habría ahorrado el esfuerzo de pintar y posar ante el espejo al mismo tiempo.
El primer selfie que vi tomarse a una persona fue en un tren de Ámsterdam a Róterdam. Era una joven que se estaba maquillando con sumo detalle, delineador, base, etc., y al final para ver el resultado sacó su móvil y se tomó una autofoto. Frunció el ceño y, muy autocrítica, decidió que el delineador necesitaba más trabajo. Nueva ronda y nueva autofoto. Le pareció que mejor imposible y guardó su kit de maquillaje en la cartera. En esa época no existía Facebook, entonces el selfie descansó en la galería de su teléfono; la fiebre exponencial del selfie llegaría después con las redes sociales.
En un viaje por las islas griegas vi a una joven china (o en todo caso asiática) tomándose selfies en todos los rincones del barco. Iba vestida como si el destino del viaje fuera Mykonos y no Koufonissi; yo al menos sentí por primera vez la necesidad de extenderle una alfombra roja a una vedette para acompañar sus posados. Cumplía a cabalidad el ritual de una foto que será publicada en alguna red social: sonrisa de oreja a oreja, morritos o locura desatada. Sonaba el obturador y desaparecía la pose. Si no fuera tan indiscreto, me encantaría hacer una serie de fotos durante y después del selfie, tendría mucho humor. Como esa otra pareja asiática que preparaba su camino hacia el divorcio mediante discusiones interminables para luego posar felices por unos instantes para la autofoto.
En la playa de Kaiafas vi a una joven de 15 o 16 años tomándose selfies a una velocidad frenética. Los posados tradicionales, en especial los morritos. Se quitó la camiseta y le dio el teléfono a su mamá para que le tomara fotos posando en el mar. De nuevo, si no fuera por la discreción, le habría tomado una foto también, era una joven muy bella. Luego regresó a sentarse en la arena y justo cuando pensé que ahora sí iba a disfrutar del sol, la brisa y el mar, vi cómo sus ojos se fijaban probablemente en el conteo de likes en sus recién publicados selfies. No tengo ni idea si de pronto se trataba de alguna celebridad juvenil, pero la cosa no iba muy rápida que digamos; bajó su teléfono y me pareció que había entrado en depresión post-selfie. ¿Qué pasaría por su mente? ¿No gusto? ¿No gusto lo suficiente? ¿Gusto pero no tanto? Regresé a lo mío, a tomar el sol y disfrutar de la brisa y el mar.
En Bruselas coincidí con un compañero de colegio de mi hermana. Lo acompañé a hacer una sesión de compras para su novia y familiares en Colombia. Me preguntó que si llevaba el trípode para la cámara o no. Me pareció un aficionado muy serio a la fotografía. Le dije que mejor que lo llevara, pues iríamos a Sint-Gillis, el barrio por excelencia del Art-Nouveau de la ciudad, seguro que encontraría muchos lugares para fotografiar. Pasamos frente a la iglesia de la Santísima Trinidad y me pidió que nos detuviéramos para hacer una foto. Una autofoto para ser exactos. Por su trabajo tiene que viajar mucho y para guardar la memoria de que yo estuve ahí viaja con el trípode para tomarse autofotos, ¡qué palito de selfies ni nada! Lo de él es un arte más elaborado. “Llevo tomándome selfies desde hace 10 años por lo menos, en todo caso antes de que apareciera la palabra”, me dijo con orgullo. Cuando se dio la eclosión de las redes sociales él estaba sobradamente preparado: vive ahora felizmente atrapado en ellas, con la ventaja adicional de que lleva más de una década dándose me gusta a sí mismo. No puedo imaginármelo con una depresión post-selfie.
Termino esta entrada con uno de mis selfies preferidos, un regalo de M. caminando por Charlottenburg en el que se puede anticipar su belleza: