Diálogos imposibles, 2

Como si la entrada de ayer hubiese sido el abrebocas para mi propio diálogo imposible: se me apareció D10S en el sueño. Esta mañana soñé que estaba en París en el vestuario dialogando con Messi y me soltaba una noticia que era bomba mundial: «Me voy a retirar del PSG, terminaré de manera unilateral el contrato, no me encuentro en este equipo».

No puedo contar íntegramente mi sueño por simple pudor, hablaba como un seguidor más en el templo. «Pero Leo, es una decisión muy apresurada, a pesar de que seas D10S eres humano, es imposible adaptarse a un nuevo país, nueva ciudad, nuevo equipo y una nueva liga en cuestión de tres meses, más las lesiones, el desgaste de la Copa América, la clasificación al mundial de 2022» y seguía la retahíla. Incluso recordé la frase que siempre le doy a los viajeros nóveles que me encuentro en el camino: «Los primeros seis meses son los más difíciles, de ahí en adelante solo te queda disfrutar la experiencia». Nada, la frustración de Messi era mayor que cualquier clamor. (Sigue leyendo »»)

Fibonacci

Fui a un concierto de música clásica y vi que en el balcón se encontraba el expresidente Barack Obama. «Qué casualidad, es la cuarta vez que me lo encuentro en un año», pensé. Sentí envidia además: lo vi joven, relajado, sin preocupación alguna, disfrutando del momento, con pensión de expresidente gringo y todo el tiempo del mundo para viajar adonde quiera. Un guardaespaldas rompió mi ensoñación: «Acompáñeme, por favor». Me tomó totalmente por sorpresa el hombre, en especial porque el concierto estaba a punto de empezar.

Me llevó a una oficina acompañado por otro escolta. Me llegué a sentir como un sujeto peligroso. Me hicieron sentar y empezó el interrogatorio: «Es la cuarta vez que coinciden usted y el presidente Obama en este último año. ¿Coincidencia?», me preguntó con cara de sospecha el escolta. «Pues fíjese que sí –le dije–, de hecho estaba pensando en lo mismo». El hombre respiró profundo, hizo un par de gestos histriónicos, de esos de serie policiaca gringa, me miró fijo a los ojos y espetó: «¿Sabe a cuántas personas con su perfil les sucede esto?». Obviamente le respondí que ni idea. «Las puedo contar con los dedos de la mano. Una de ellas es usted. ¿Puede explicarme qué está haciendo hoy en Nueva York?».

Le expliqué los motivos de mi viaje, iba de nuevo de escala rumbo a Bogotá: «En todo caso, ningún plan terrorista y créame que desconozco por completo la agenda del expresidente, todo es una gran casualidad». Me preguntó que a qué me dedicaba, le dije que era un simple programador. Su colega sacó de su maleta un laptop y me dijo: «Tiene 15 minutos para escribir un algoritmo que elabore la serie de Fibonacci». «¿En qué lenguaje? ¿PHP, JavaScript, .Net, Python?», le pregunté. «En el que quiera, pero tiene que funcionar». (Sigue leyendo »»)

Encuentros con Amedeo

De camino al apartamento que alquilamos en París con F., pasamos frente a la que había sido la segunda mejor panadería de toda Francia en 2014. «Mañana vengo aquí a comprar el pan para el desayuno», le dije. Era una caminata de apenas 10 minutos. Ahí estaba a la mañana siguiente: el olor del pan fresco era una delicia, estaba frente a un festín sin duda. Compré tres croissants y una baguette. Al salir me encontré con un hombre joven, alrededor de 28 años, vestido como si estuviera a principios del siglo XX, justo después de la Primera Guerra. Eran apenas las nueve de la mañana y él parecía que ya estaba bebido o iba camino a su casa después de una larga fiesta. Sacó de su maletín un pequeño cuadro para vendérmelo por 20 euros, «una ganga». Era una reproducción del Retrato de una joven con sombrero, de Modigliani.

Entendí que estaba jugando a representar al joven pintor y le comenté en esa línea: «Jeanne es una musa maravillosa, gran cuadro». «¡Ah, veo que me reconoció! ¿Nos conocemos de algún bar en el barrio?». El apartamento estaba en el corazón de Montmartre y apenas podía imaginarme cómo serían estos encuentros de frecuentes en ese tiempo. Le respondí que estaba de paso, que no había tenido la fortuna de conocerlo y que mi Jeanne me estaba esperando para desayunar. «A mí ella, la original, y nuestra recién nacida Jeanne, una bebé preciosa, ¿le gustaría conocerlas?». Le respondí que quizás en otra ocasión. Él miró mi bolsa con los croissants y me dijo: «Me ha caído usted bien: le cambio este cuadro por los croissants». Prácticamente me estaba regalando el cuadro, así fuera una fotocopia. Acepté por el simple placer de llegar con el pan fresco acompañado por un Modigliani y decirle a F.: «Recién se lo acabo de comprar a él en persona». (Sigue leyendo »»)

Matrix, origins: An instagrammable life

Siguiendo una reflexión budista, aquella que dice que lo que nos sorprende del mundo exterior nos sirve para hacer un puente con nuestro interior, empecé la serie El arte del selfie como el arte de reflejarse en la imagen, en franco contraste con el culto narcisista de la autoimagen. La serie tuvo un origen anterior: el deseo de retratar a las personas antes, durante y después de un selfie, captar ese momento en el que le decimos a la cámara cómo somos de cool y felices, como estas protagonistas anónimas cerca del Castillo de Praga:

Selfie grupal en Praga

Pero leí una noticia este fin de semana que le dio un giro radical a mi percepción. Decía que los millennials buscan sus destinos turísticos según qué tan instagrameables sean, si se verán bien de fondo en una foto para su cuenta en Instagram. Aquel placer del paseante, del flâneur que se perdía por una ciudad para conocerla, es taaaan decimonónico para estos jóvenes: ese placer ya no existe, o sí, en la medida en que se encuentre un cuadro que aguante Instagram, que amerite ser instagrameado. Lentamente se empieza a vivir para la Red, para la realidad virtual. El sueño sería caminar con los lentes de realidad aumentada y ver los bellos momentos que otros han vivido por los lugares que está recorriendo, por ejemplo, y contribuir en tiempo real con las imágenes propias. ¿Quién querría quitarse esos lentes?

Imaginé también que los autos sin conductor proyectarán en sus ventanas viajes virtuales para ir a la oficina: ¿por qué limitarse a ver la tediosa avenida que se recorre para ir al trabajo cuando se puede simular un viaje de aventura por el Gran Cañón para cambiarlo al día siguiente por un recorrido por la Plaza de la Concordia en París y así sucesivamente? Creo que ya hay un ascensor en Nueva York que hace algo parecido: anima con diversos timelines su recorrido, mucho mejor que ver un muro gris.

Lentamente se empieza a vivir más en la realidad virtual, legiones de vidas ansiosas por conectarse desde sus habitaciones a sus redes sociales para ver qué está pasando, la vida en función de qué se va a decir o mostrar en la Red. Los sobrevivientes serán aquellos que no tienen cómo conectarse a las redes (cada vez menos) y aquellos que son capaces de desconectarse de estas y aventurarse por el mundo offline y su capacidad para forjarse una vida que aguante la realidad.

Libro de viajes

Anoche soñé que visitaba a Borges por casualidad. Me encontraba en Buenos Aires con mi amigo Yasushi Yoshida: “Acompáñame a entregar este trabajo, no tomará más de media hora y después seguimos a la inauguración de la exhibición en la galería de Torres”. Yasushi llevaba varios meses ilustrando un libro de viajes por todo el mundo. Con su portafolio negro gigante en la mano pensé que iba a presentar la entrega final. “La cliente es María Kodama, es muy amable pero un pelín desconfiada”, me dijo mientras timbraba. Me dejó con los ojos abiertos, pues esto significaba que con suerte me encontraría con Borges. “Sí, casi siempre está él”, dijo Yasushi como leyéndome el pensamiento. “Pero no te quedes ahí paralizado, sube y me acompañas o no podrás saludarlo”.

Kodama nos estaba esperando en la puerta. Yasushi nos presentó y luego siguieron al estudio. Ella me dijo: “Pasá a saludar a Borges que está solo en la sala”. Me llamó la atención el verbo en argentino y fui a la sala. Ahí estaba él.

—Maestro —lo saludé.

—¿Cuál maestro está en la sala? —preguntó como respuesta. Me hizo reír.

—Solo usted.

—Ese acento, ¿es usted colombiano?

—Como Javier Otálora, solo que de Bogotá—. A pesar del guiño sabía que no caería en la vanidad de preguntarme que si había leído sus libros. Ya estaba dicho. Pasé a cumplir con el rito de sus visitantes:

—¿Puedo leerle algo?

—Y bueno, justo ahora estaba pensando en Coleridge. (Sigue leyendo »»)