Del tríptico Los lotófagos presentamos: III. Tessa en NY

Un amigo que trabaja en Google X me contaba que el origen real de las Google Glass fue la frustración de Sergey Brin cuando asistió a una cena benéfica en el MET y no sabía quiénes eran muchas de las personas invitadas. Muchos de ellos se reconocían entre sí, él estaba un poco nervioso e identificó a muy pocos asistentes. “Debería tener una pantalla auxiliar que me dé información sobre la persona que estoy viendo” fue lo que pensó y así empezó Google Glass.

—Ahora, ¿qué significa información para Brin? –le pregunté a mi amigo.

—Jaja, muy buena pregunta. Si te contara todo fliparías aquí mismo.

—Ensaya un poquito a ver.

—Como ya te habrás imaginado, los resultados en Google no son los mismos si eres tú o si estás registrado como Sergey Brin. Lo que tu ves no es nada más que la punta del iceberg. Sergey ve sobre todo mapas de información.

—¿Qué tipo de mapas?

—Internet es casi infinito pero los seres humanos somos personas de hábitos: teniendo trillones de páginas al alcance de un click, terminamos visitando en promedio treinta páginas con regularidad. Si Sergey se encontrara contigo vería en su Glass tu mapa de navegación en Internet y qué noticias leíste hoy, entre muchas otras cosas. Y gracias a la app de Google Maps, tu mapa de navegación en el mundo real. Solo para empezar.

—Con esa información, él podría ser John Malkovich: carga su mapa de navegación de Nueva York y pasea por la ciudad como si fuera él. De pronto hasta se lo encuentra.

—Así es, aunque no es ningún de pronto se lo encuentra. Si tiene el celular prendido, sabe en tiempo real dónde está.

—Asustador.

—Es uno de los ejercicios preferidos con Google Street View: cargas el mapa de Llinás por ejemplo y ves NY a través de sus ojos.

—Y pensar en la aventura de Vila-Matas siguiendo a Paul Auster en Brooklyn…

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Del tríptico Los lotófagos presentamos: II. Fotini

Dormí diez horas seguidas. Desayuné una ensalada de frutas y me fui a la playa a descansar. Me encontré con María, lectora superfanática de El amor en los tiempos del cólera. Me saludó con un creí que te habías ido sin despedirte. Le dije que no, que me había ido de paseo a Ios por un fin de semana, conocí a los lotófagos rumberos y casi no puedo escaparme de la isla: “Recién regresé anoche”.

—Esos lotófagos están por todo el mundo, tú sí que sabes de ellos—, me dijo con una sonrisa, haciendo referencia a los productores de otro tipo de loto colombianos.

—Ahora como que están más activos en Perú —le comenté yo.

—Las variedades del loto son infinitas. Me haces pensar en una compañera del colegio que se llama Fotini, cumplirá 50 años el próximo mes.

—¿Es una lotófaga?

—Diría que sí. Se quedó estancada en sus 25 años, la época más feliz de su vida según cuenta, cuando fue porrista de un equipo de fútbol estadounidense, la más buscada y fotografiada por las revistas, la más deseada por los jugadores. A los 27 la relevaron y nunca se recuperó de la falta de atención. Hoy da clases de aeróbicos en Miami. Nunca quiso volver a Atenas. La vi en un video de Youtube y más que clase de aeróbicos parece que estuviera repitiendo las rutinas de porrista con sus alumnos. Muy en el fondo sospecho que todavía suspira por esos jóvenes atléticos que morían por estar con ella.

–Un loto difícil de dejar.

–Tal cual.

–Desde esa perspectiva me recuerdas otro caso algo similar. Un compañero de colegio nos envió una foto suya de visita en el colegio hace poco… vestido con el uniforme del colegio y ya tiene 40 años.

–Es un chiste cruel tuyo.

–No, en serio. Él nunca ha sido tan feliz como lo fue en esa época del colegio, no tengo ni idea qué es lo que le daba tanta felicidad en ese tiempo para no querer dejarlo atrás. Ahora es el presidente de la asociación de exalumnos y está preparando a cada rato eventos relacionados con el colegio.

–Deberías organizarle una ceremonia de graduación exclusiva para él.

–Lo intentamos, pero él se niega a graduarse.

–Otro loto difícil de dejar entonces –remató ella con una sonrisa.

María se despidió y me quedé solo en la playa. Empecé a preguntarme cuáles eran mis lotos difíciles de dejar, aparte de la experiencia de los últimos días en Ios. Recordé a Tessa, cuando casi me quedé a vivir por ella en Nueva York.

Disfrutemos:

Del tríptico Los lotófagos presentamos: I. Amanecer en Ios

Uno de los sueños que más recuerdo es aquel en el que me levanto vestido, con la maleta sin desempacar, en un hotel con paredes de cemento blancas, una ventana abierta por donde entra el sol de la mañana y el ruido vibrante de la ciudad afuera. No sé en dónde estoy, pero intuyo que es Marrakech. Ayer me despertó el sol de la mañana en la playa, vestido, vagamente recordando dónde estaba. No había ruido, solo el susurro de las olas. Miré alrededor y vi muchos más cuerpos desperdigados durmiendo aún. Parecíamos los sobrevivientes de un naufragio. Miré al mar y allí estaba el yate donde creo que estuve de fiesta la noche anterior, pero tampoco recordaba cómo me subí y mucho menos cómo me bajé de él. Traté de hacer memoria y vi las luces multicolores de la discoteca del yate, las mujeres en bikinis o vestidos cortos con vasos de champaña o cocktails en la mano, todo había sido un gran exceso.

Empecé a caminar en dirección a mi hotel. Vi a una mujer joven durmiendo apenas en monokini y con la piel erizada. Me quité la camisa y la cubrí con ella. “Oh sorpresa, un caballero” escuché a lo lejos. Lo dijo un hombre vestido de blanco y recién bañado sentado al desayuno en una terraza. Escasamente podía abrir los ojos para verlo. Me hizo un gesto para acercarme y me invitó a desayunar con él. “Una noche salvaje, supongo —dijo él— qué cantidad de cuerpos”. Conté rápidamente unos veinte cuerpos. “Estuvo un poquito fuerte”, asentí.

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