Paradojas utópicas

Estábamos un grupo de amigos en Aquitania, listos preparando una caminata por la laguna de Tota. Nos dijeron que esa noche habría fiesta en el pueblo. Se presentaba una estrella naciente, el joven Pipe Bueno. No tocó nada especial, pero sí recuerdo dos cosas en particular: la primera, que entre canción y canción alentaba al público a tomar aguardiente para mejorar el ambiente; la segunda, el guitarrista de su banda, un personaje excéntrico de quien me fascinaría hacer un documental. Alcancé incluso a visualizar el comienzo con ecos del Ulises, el hombre frente al espejo después de una noche de farra y listo para afeitarse y darle mantenimiento a sus prominentes patillas.

Anoche en Bogotá se dio una paradoja utópica increíble. Las Farc resemantizadas (ahora Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) se presentaba como nuevo partido político, con una estrategia común y corriente: agüita para mi gente y música para mi pueblo. Yo habría ido solo por el placer de escuchar a la Aragón y de ver qué estribillos utilizarían a lo Pipe Bueno, qué arengas lanzaban para mejorar el ambiente. Pero como ya lo venía haciendo desde Tlaxcala, la nueva Farc recurrió a su discurso compuesto de retales para pedir lo que, en efecto, desearía cualquier ciudadano del común colombiano: llevar a la corrupción a sus justas proporciones (como lo pidió alguna vez Turbay Ayala), una democracia plena donde todos los colombianos tengan las mismas oportunidades, y los mínimos de vivienda, salud y educación (si no dijeron esto último fue que se les olvidó). Para esto no hay que recurrir a la violencia armada ni vivir enterrado en la selva. ¿Cómo lo piensa hacer? Esa es la gran pregunta que queda después de la resaca del concierto. (Sigue leyendo »»)

Mi bajo con tumbao

Hoy en la serie Échale salsita traemos un caso especial, un tema que a pesar de ser sazonado por un cocinero de salsa mayor como Eddie Palmieri deja la sensación de que es más sabrosa la versión original. Se trata de Mi bajo con tumbao, composición del maestro Silvio Vergara, interpretado originalmente por la Orquesta Aragón de Cuba. Cabe resaltar que el maestro Vergara es coautor de uno de los libros definitivos sobre la interpretación del bajo, El verdadero bajo cubano, coescrito con el bajista de Irakere Carlos del Puerto –y quizás ahí se encuentre el misterio del cocido.

Cuando Palmieri lo grabó, su relación con José Rodríguez y Barry Rogers ya era legendaria. En su versión de Mi bajo con tumbao la sección de metales sobresale en todo su poderío, pero creo (en mi opinión de melómano, que no de músico) que ahí está el acierto de la Aragón: la flauta de Richard Egües, que desde el principio tiene un papel protagónico, junto con su trío de voces que avasallan a los cantantes de Palmieri. En El verdadero bajo cubano, Del Puerto y Vergara cuentan cómo el son cubano tradicional va preparando la melodía para dar paso al final al montuno. Así está interpretada la versión de la Aragón, al final puede desafiar al público preguntando a quién no le gusta mi tumbao, porque lo han llevado a la cima musical después de pasar por solos sostenidos del bajo, violines que llevan in crescendo la melodía y la flauta que nos va transportando hacia el éxtasis musical. Palmieri no logra recrear este viaje, la elaboración de esa meseta. Pero esto al final es cuestión de gustos y sabores, así que disfrutemos de las dos versiones.

Empezamos con la versión de la Aragón:

y terminamos con la versión de salsa dura de Palmieri:

Pelea criminal

Empiezo repitiendo una cita célebre de Tyson:

The science of boxing is magnificent. The art is great. But when that art is projected onto another human being, the first punch that lands makes it ugly—really ugly.

En el documental con su nombre, de James Toback, Tyson elabora más esta cita, como un artista detallando los valores de su arte, en su caso, la velocidad, la potencia y la precisión. Un combate de boxeo se asemeja mucho a una partida de ajedrez y de ahí que tengan sentido los torneos de Chessboxing creados por el neerlandés Iepe Rubingh en 2003. Pero nada que ver con la pelea Mayweather vs McGregor del fin de semana pasado.

Mayweather azota a McGregor

La defensa que empleó McGregor era una invitación al knock-out técnico. Mayweather pudo lanzarlo a la lona desde el primer minuto, pero obviamente esto iría en contra del espectáculo. Fueron tantas las ocasiones que tuvo Mayweather de noquearlo que la única explicación de por qué no lo hizo fue que no quiso desvirtuar su victoria con un knock-out a lo Tyson.

El gran damnificado fue McGregor. En términos de ajedrez, fue una partida entre Magnus Carlsen y un campeón de Go. No le dio mate pastor pero se dedicó a tomar una a una sus fichas sin recelo alguno. Ya desde el sexto asalto el pobre rey de McGregor estaba groggy. Evidentemente el irlandés aguantó la tortura por su excelente condición física, pero habrá que ver a largo plazo las consecuencias de todos los golpes que recibió; probablemente no sea capaz de volver a pelear en dos años como mínimo. Como el bocazas que es, afirmó que en el round 10 tambaleó por fatiga; de fatiga por pelear como un aficionado, descargando toda su potencia sin dejar reserva alguna, para quedar totalmente atontado por los derechazos que estaba recibiendo. El juez se demoró nueve rounds en parar la pelea.

Cierro con otra cita de Tyson: «Al día siguiente de la pelea, Mayweather será arrestado por tentativa de homicidio en primer grado». Debería ser así, junto con todos esos tiburones inmorales que organizaron el combate. Fue criminal la zurra que le propinó, nada que ver con el boxeo.

Una tortuga a la velocidad de la luz

Íbamos de viaje por la carretera cuando F vio una tortuga en la mitad del carril contrario. Se orilló en una bahía y se bajó a llevarla fuera de la carretera. En ese momento me atacó un instante filosófico que me hizo pensar sobre el tiempo en el psicoanálisis. Las personas están estancadas en un punto A, quieren moverse hacia un punto B, digamos que fuera de esa autovía en la que corren cierto peligro o donde pasa un camión de recuerdos y se las lleva o hace que permanezcan encerradas en su caparazón por horas, días, meses, años.

El psicoanalista es un testigo activo de esa escena: procura ayudarles a acopiar sus fuerzas para lograr el impulso que las motive a cambiar, a llegar a la otra orilla. Lo que F hizo sería mala praxis psicoanalítica: desplazó a la tortuga tres metros en menos de un segundo, lo que en su escala equivale a un cambio de su condición a la velocidad de la luz.

La terapeuta debe acompañar pacientemente a la tortuga, animarla en esos pequeños pasos al cambio. Máxime si se trata de esas que creen que nadie las conoce mejor que ellas mismas, o las que no saben ni de dónde vienen ni para dónde van, a las que quizás sería de más ayuda devolverlas a la orilla contraria de a la que creen que deben ir.

Una tortuga que sea llevada a su destino a una velocidad tan rápida podría tener una crisis de ansiedad al no haber tenido tiempo de asimilar su nueva situación, de haber pasado por sí misma el proceso de cambio. Ese camino lento simboliza también un despojo de los pasos andados y de la motivación para caminar nuevos, no se le puede privar de esa experiencia.

Justo en ese momento F tuvo que esperar a que pasara un camión enorme de 24 ruedas con doble remolque. «¡Justo a tiempo!», exclamó orgullosa cuando se subió al auto. Encendió el motor, retomamos la ruta y quedó atrás el instante filosófico.