A sus 25 años, mi cuñado estaba cumpliendo su sueño de juventud de trabajar con aviones. De adolescente se dedicaba a fotografiarlos durante el aterrizaje y el despegue, hacía parte de un pequeño club de aficionados. Estudió Ingeniería Mecánica y recuerdo su foto saliendo de la turbina de un F-16 después de darle mantenimiento. De un momento a otro se preguntó que cuál era el sentido de estas naves más allá de ser herramientas de guerra y cambió de oficio. Manuel Vicent, escritor español, tuvo una revelación similar en su afición por el mundo de los toros: de niño y joven había vivido la pasión por la fiesta brava por ser una práctica arraigada en su familia y entorno. Pero vivió la revelación de la barbaridad de la tauromaquia y empezó una lenta conversión que narra en su libro Antiauromaquia:
Cuando uno vuelve al lugar de aquellos juegos taurinos que le hicieron tan feliz y contempla a otros niños embruteciéndose con el mismo juego, de pronto, a uno se le abren los ojos y se le presenta con toda nitidez la crueldad humana […] La mirada se transforma y el estómago sufre un vuelco y entonces se inicia una lenta conversión.
Otro caso es el de John Hargrove, que en su libro Beneath The Surface relata cómo su sueño de ser entrenador de orcas en SeaWorld desde que era niño y que logró realizar, tuvo que ser remplazado por el activismo para liberar a las orcas de su cautiverio: «No importa que tan noble sea el carcelero, cautiverio es cautiverio», dice en su memoria.
Todos estos casos son senderos que se bifurcan –al decir de Borges—de la obra de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Salvo que en el caso de Hargrove y las orcas aparece un protagonista especial: la orca macho Tilikum, fallecido hace algunos días, tristemente célebre por tener tres muertes humanas a lo largo de su vida. (Sigue leyendo »»)