El arte del selfie (2). Bolaño lee a Caicedo

Caminábamos con F. por Estambul cuando encontramos una librería muy bella cerca de la plaza de Taksim. No pudimos vencer su fuerza magnética y entramos a visitarla. Igual que me sucedió en Atenas, me sorprendió ver la variedad de títulos, el cuidado de las ediciones, la riqueza de tipos de portada, un mercado editorial muy vivo. Fui a la sección de libros extranjeros a ver qué encontraba y después de mucho mirar me encontré Amuleto, una novela breve de Bolaño. Era el único libro en español. F. me preguntó que si ya la había leído. Le respondí que no y ella se ofreció a regalármela: Si es el único libro en español en esta librería me parece que es una señal del destino muy clara.

Sin darme tiempo de decirle que no era necesario se dirigió a la caja y pidió que la envolvieran como regalo. La otra sorpresa vino cuando la librera nos dijo que no podía cobrar el libro porque no aparecía en el inventario. Llamó al gerente, no tengo ni idea de qué se habrán dicho en turco, el hombre vio el libro como un objeto breve, ligero, casi que insignificante, y nos dijo que era un regalo cortesía de la librería. F. ya no tenía dudas sobre la señal del destino.

Salimos muy agradecidos y seguimos caminando hacia el mar de Mármara. Encontramos un pequeño parque donde me senté a tratar de descifrar la señal del destino mientras F. iba a tomar fotos. La novela de Bolaño me pareció una especie de remake de ¡Que viva la música! de Andrés Caicedo. Diría que como nos sucedió a muchos, Bolaño quedó marcado por el delirio de Maricarmen, la soltura narrativa de Caicedo en ese largo selfie que es su novela. (Sigue leyendo »»)

El arte del selfie (1). Gústame, o depresión post-selfie

H. me explicaba que fue gracias a la invención de la fotografía que la pintura evolucionó a las formas abstractas creadas en el siglo XX. El nuevo invento hizo que entrara en desuso la tradición de encargar retratos personales o familiares y los pintores tuvieron que reinventarse. Sin embargo, tiene su gracia imaginarse a Van Gogh tomándose un selfie para dibujar uno de sus autorretratos, se habría ahorrado el esfuerzo de pintar y posar ante el espejo al mismo tiempo.

El primer selfie que vi tomarse a una persona fue en un tren de Ámsterdam a Róterdam. Era una joven que se estaba maquillando con sumo detalle, delineador, base, etc., y al final para ver el resultado sacó su móvil y se tomó una autofoto. Frunció el ceño y, muy autocrítica, decidió que el delineador necesitaba más trabajo. Nueva ronda y nueva autofoto. Le pareció que mejor imposible y guardó su kit de maquillaje en la cartera. En esa época no existía Facebook, entonces el selfie descansó en la galería de su teléfono; la fiebre exponencial del selfie llegaría después con las redes sociales.

En un viaje por las islas griegas vi a una joven china (o en todo caso asiática) tomándose selfies en todos los rincones del barco. Iba vestida como si el destino del viaje fuera Mykonos y no Koufonissi; yo al menos sentí por primera vez la necesidad de extenderle una alfombra roja a una vedette para acompañar sus posados. Cumplía a cabalidad el ritual de una foto que será publicada en alguna red social: sonrisa de oreja a oreja, morritos o locura desatada. Sonaba el obturador y desaparecía la pose. Si no fuera tan indiscreto, me encantaría hacer una serie de fotos durante y después del selfie, tendría mucho humor. Como esa otra pareja asiática que preparaba su camino hacia el divorcio mediante discusiones interminables para luego posar felices por unos instantes para la autofoto. (Sigue leyendo »»)