De paseo por la Biblioteca de Babel me encontré con la sección Biografías. O, mejor dicho, con una de las infinitas secciones de biografías que contiene. ¿Cómo saber que estaba en la verdadera? Me pareció que lo más acertado sería buscar una biografía que conociera bien. Me puse a buscar la de mi sobrinita. Hace poco me preguntó que cómo me la imaginaba de grande. “De personalidad alegre, dibujando, bailando, tocando el piano y trabajando para ahorrar dinero para viajar alrededor del mundo”, le respondí. Ella está ahora concentrada en buscar una solución de vida a los refugiados: “Voy a comprar un hotel muy grande donde puedan vivir y comer gratis todos”, me dijo mientras caminábamos de regreso a casa, con la convicción de que acababa de encontrar la solución al problema. Que le dijera que me la imaginaba viajando estaba muy lejos de sus planes ahora.
Caminé más de una hora buscando su biografía hasta que finalmente la encontré: “Larga vida”, fue lo primero que pensé ante el tomo de más de mil páginas. En otra charla le dije que los niños nacidos en su generación tienen una expectativa de cien años de vida. Para ella, que a sus siete años cuenta con esfuerzo hasta cien, le pareció una cantidad de tiempo cercana al infinito. “No se equivocaron los demógrafos, pero vamos a ver”, me dije al sacar el libro de la biblioteca.
Antes de abrirlo sentí un corrientazo. Mis manos se quedaron paralizadas a la espera de que pensara muy bien lo que iba a hacer. ¿Era ético leer su vida hasta los cien años? Por más que me llena de curiosidad ver cómo crece año tras año, que antes de que ella me lo preguntara ya me había tratado de imaginar cómo sería de adolescente, por ejemplo, sentí que era una frontera que no debía transgredir. “No voy a ver el índice, sería aterrador saber cuándo va a morir así yo ya no esté”, y decidí saltar a la página 30, a ver qué me encontraba. Hablaba de una tarde feliz en Place Keym cuando ella saltaba de los iglús de ladrillo a los brazos de su padre. Recordé la foto que tomé de ella volando con los brazos abiertos, sin ningún temor a caerse. “Vamos bien”, me dije. Pasé dos páginas más y me la encontré sentada en la mesa pidiendo que pusiera el video de “¡Vampiro vampiro!” de Los Corraleros de Majagual, una de sus canciones preferidas, en Youtube. Cinco páginas más adelante, la tarde en que salíamos de comprar los ingredientes para la comida y me pidió que la dejara subir al carrusel. Después de varias felices vueltas, se bajó y me pidió que por favor la dejara subirse otra vez. Al terminar le dije que íbamos a empezar a cocinar tarde y su padre se iba a molestar por la demora. “Culpa tuya”, me dijo. “¿Quéeee? Si vamos tarde es porque te dejé montar dos veces en el carrusel”, le respondí. “Sí, pero es que yo soy la niña y mi función es decir que quiero seguir dando vueltas. Tú eres el adulto responsable y tú eres el que tiene que decir no, lo siento, nos tenemos que ir… Yo cumplí con mi parte, tú, no”.
Podría ser una gran coincidencia, por definición son millones de libros de la biblioteca los que tienen las mismas páginas y en infinitos idiomas, pero quizás era la correcta. Pensé en otra biografía para estar más seguro. Vi el reloj, no tenía mucho más tiempo. Pensé en la de A. pero esta vez me permitiría ver qué pasaría esta noche en su fiesta de cuarenta años, sería maravilloso hacerle un chiste sobre algo que iría a suceder y dejarla con la intriga de por vida de cómo me enteré.
Caminé otros 15 minutos hasta encontrarla. El libro no era tan voluminoso como el de mi sobrinita, calculé que viviría entre los 70 y 80 años, pero igual no fui capaz de ver la fecha exacta final. Abrí el libro hacia la mitad. Aterricé en sus 38 años, en el verano por la Toscana con Luigi Bormioli, heredero de la famosa saga de cristaleros, con quien fue tan feliz y a la vez sufrió tanto. Pasé algunas páginas hasta llegar al capítulo de “El cuarto piso”. Mi corazón latía muy fuerte, estaba aterrado de ver cómo todo coincidía. Leí rápidamente hasta que empezaron a llegar los invitados al Perron 3a de la Estación Central de Haarlem. A la medianoche A. improvisó un discurso antes de partir el ponqué, habló con mucho afecto de sus mejores amigos, me dedicó unas palabras a pesar de que no estuviera esa noche por causas de fuerza mayor… ¿Perdón? ¿Que no voy a estar en la fiesta de esta noche? ¿Cómo así?
Leí más rápido a ver si encontraba más pistas, me sentí terriblemente indiscreto cuando ella contaba con gracia que en la celebración íntima se le había desbaratado de nuevo la cama, lo cual siempre la dejaba feliz, pero ni una clave más de por dónde andaría yo. ¿Qué causa de fuerza mayor me iba a suceder en las próximas 3 horas? Vi los kilómetros de anaqueles que tendría que recorrer hasta encontrar mi biografía, por lo menos ocho horas de caminata y la biblioteca la cerraban en una hora. Ni modo: yo quería sorprenderla a ella y ahora el que salía con un interrogante gigante a resolver en tres horas era yo. ¿Me atropellaría un carro en la bicicleta? A. lo habría mencionado, o habría dicho que me llamó al hospital. Escuché por el altavoz que cerrarían en una hora y que estaba tarde para llegar a la puerta principal.
Recordé a M. cuando me decía que había dejado de leer la carta astral a sus clientes porque a la mayoría de las personas le interesaba más saber sobre el futuro que sobre ellas mismas. “No soy futuróloga, solo astróloga”, les decía para marcar una diferencia que no todos sabían apreciar. Ahora yo estaba preso de un condicionante por las próximas dos horas y media, qué maldición conocer el futuro de esta manera, entendía a M. más que nunca… hasta que llegué a la puerta y me encontré con la librera. “Esto es lo que en la Biblioteca de Babel se llama una causa de fuerza mayor”, pensé con una sonrisa.
Me disculpé diciéndole: “Siento mucho haberme retrasado, caminé muy lejos y apenas llegué a la mitad de la A. ¿Puedo invitarla a un café para disculparme?”. Ella aceptó. Me asaltaron miles de preguntas para hacerle, qué secretos guardaría la librera de la verdadera sección de Biografías, ¿habría leído ella la suya? ¿la de sus seres queridos? ¿tenía alguna preferida? ¿a veces se llevaba algún libro a su casa? “De antemano te digo que no sé qué va a pasar esta noche, ni las noches que vendrán. Las posibilidades son infinitas, como en la vida misma”, me dijo como si estuviera leyendo mi pensamiento. “Por lo pronto cambiemos el café por cena y después veremos qué sucede, ¿te parece?”, me preguntó. Le dije que perfecto, solo que tenía que enviar un mensaje de texto primero. Al fin y al cabo ya sé que la fiesta de A. será un éxito y que no me extrañará tanto: «A. discúlpame de corazón; por causas de fuerza mayor no podré acompañarte esta noche. Pero te envío un regalo sorpresa con todo el potencial de desbaratarte la cama. Hablamos y diviértete esta noche, será inolvidable, X». Presioné enviar y nos fuimos rumbo a la noche.