En 2006 el escritor colombiano Mauricio Bonnett publicó La mujer en el umbral, libro que leí el año pasado después de haber recibido como regalo sus Cinco versiones de Adriano, que me gustó mucho. Encontré grandes coincidencias entre Rosa Tulia, la empleada doméstica de la casa en Santa Bárbara protagonista de la historia, el coprotagonista adolescente Diego, con Luz Helena, nuestra empleada en la infancia cuando vivimos en Chapinero, a quien me encontré muchos años después cuando era el tinieblo de Lina María. Así que vi Roma, de Cuarón, como otro de estos relatos de vida cotidiana de familias latinas pequeñoburguesas, con sus semejanzas y diferencias.
Cuarón hace un retrato fiel de esa forma moderna de esclavitud que viven las empleadas domésticas en muchos hogares todavía. Son las que primero se levantan en un hogar y las últimas que se acuestan. De niño recuerdo cómo le decía a mi madre que me parecía una injusticia que Luz Helena no pudiera recibir visitas ni salir por la noche, solo los domingos. Pero después de ver el casi documental de Cuarón, entendí también por qué no había entendido claramente la diferencia entre una sirvienta y una empleada doméstica. De hecho, cuando escuché la palabra sirvienta por primera vez en mi vida creí que era una forma despectiva de referirse a las empleadas domésticas. Luego, con la experiencia, vi la diferencia real: hay gente que utiliza como sirvientes a los empleados domésticos.
Desde niño junto con mi hermana tuvimos claro que Luz Helena estaba en casa haciendo su trabajo, no para servirnos a nosotros sino para ayudar a mantener la casa. Jamás se nos ocurrió pedirle algo para nosotros, ni siquiera un vaso de leche o de agua, salvo cuando estaba trapeando la cocina y no podíamos pasar. Durante las vacaciones jugábamos a brillar el piso de madera del corredor con ella. Nos sentábamos en unos trapos viejos, unos jalábamos a los otros y disfrutábamos la sensación de velocidad. Como ella era más grande no se sentaba, solo nos jalaba.
Recuerdo también cómo disfrutaba de sus domingos, cómo salía arreglada desde temprano para irse con su hermana de paseo por el parque Santander o el Nacional, a encontrarse con potenciales candidatos de novios. Como cuento en La metamorfosis, su romance con Pedro duró bastantes años, hasta que descubrió que él tenía un pequeño harem en el barrio gracias a que era el repartidor de domicilios de Supermercados Torres. El hombre casi que tenía un amor en cada esquina y era un malabarista experto para tener todas esas relaciones vivas en el aire.
Con Diego, el coprotagonista de la novela de Bonnett, reconocí ese deseo loco por Rosa Tulia, por Luz Helena, y comprendo el gran acierto de Cuarón de hacer el retrato de Cleo cuando aún no ha sido atacada por los niños de la casa, para no distraer a los espectadores del retrato que está haciendo de su vida. Rosa Tulia tiene un final trágico. Cleo y Luz Helena siguen siendo amigas de la casa.
Con la llegada de la adolescencia y los temores de Luz Helena mi madre decidió que era mejor contratar a una empleada que llevara su propia vida y no tuviera que vivir con nosotros. Así llegó María Elvira a nuestra vida y todavía sigue siendo parte de ella junto con sus hijos.
El momento de mayor tensión para mí en Roma no fue la escena final. Fue cuando Cleo debe comunicar su embarazo a la señora Sofía. Temí, como Cleo, que fuera a despedirla, y fue un alivio la reacción de la señora Sofía. Son incontables las historias de empleadas (o sirvientas) despedidas porque quedan embarazadas, incluso si el padre es un hijo o el padre de la familia, incontables las historias de hijos ilegítimos que han nacido así.
Hoy me siento especialmente agradecido con Isa, mi madre, por esa educación en el respeto por las demás personas. Hacernos entender desde temprana edad que Luz Helena trabajaba para ayudar a cuidar la casa y no para estar al servicio de nosotros o nuestros deseos cultivaron ese valor de igualdad con las demás personas. La primera vez que escuché a una señora decir Vea este igualado me reí bastante al principio. Fue como tomar conciencia de la diferencia de clases de manera gráfica, pero después fui aprendiendo cuán seria y severa es la cosa.
Hace unos años, en un paseo en la casa de verano de una prima en Apulo, preparábamos la mesa para almorzar alrededor de 16 personas. Dejé un puesto libre para que la joven que estaba ayudando se sentara con nosotros, y el esposo de mi prima me dijo: «No, Daniel, ella se sienta en el mostrador. Vienes hecho muy holandés». Todavía estoy asimilando esa escena. María Elvira y sus hijos se sientan con nosotros en la mesa cuando estoy en casa de mis padres y vamos a almorzar.
En un estudio de una universidad gringa mencionaban que la gran diferencia entre los superricos del país y la clase media era, aparte de las obvias comodidades materiales, el acceso a mano de obra doméstica. Cuesta tanto que tener jardinero, mayordomo, ama de llaves, cocinero, etc. solo está al alcance de ellos. Igual en Europa: se contrata a una persona por horas y una vez a la semana. Solo los superricos pueden contratarlas para trabajar de manera diaria y no más de 5 días a la semana. Mientras la mano de obra siga siendo pagada tan bajo en nuestros países del Tercer Mundo, mucha gente seguirá viendo a los empleados domésticos como sirvientes, personas que se pueden remplazar en cualquier momento, sin apreciar el lujo que es tenerlos trabajando en el hogar, así se les limite al juicio despectivo ejemplificado por un actor mexicano: «Pinches indias que solo dicen sí señora, no señora». Perder estos privilegios es uno de los grandes frenos para vivir en una sociedad socialdemócrata. Moriré sin verlo en América Latina.