Antes de que Derrida utilizara el término ya la humanidad deconstruía siglos atrás con la misma curiosidad con la que algunos niños deconstruyen su juguete para saber cómo funciona. Sin embargo, hay que reconocer que deconstruir suena mejor que desarmar y no hay por qué limitar su uso a conceptos. Me disculpo por este breve ataque filosófico, todo por compartir un par de experiencias deconstruccionistas que tuve hace poco y que no se limitan al espacio derridiano del término.
1.
Conocí a M., profesor de piano en el Conservatorio de su ciudad. Nos encontramos en casa de L, que orgullosa estrenaba su Petrof vertical, una auténtica joya hecha a mano, 6 meses para recibirlo. Le aconsejaron que invitara a varios intérpretes para soltarlo. M. empezó a improvisar sobre el piano, tocó Someday my prince will come con aire de Evans y desde entonces no paramos de conversar. Me regaló seis temas de Evans seguidos, una experiencia de exceso de belleza que todavía me pone los pelos de punta al recordarla. En agradecimiento por ese recital le regalé un CD con música de Janáček que él no conocía.
Salimos a pasear por la ciudad e intercambiábamos experiencias musicales. García Márquez contaba que la maldición de ser escritor es que había perdido la inocencia para leer: desarmaba (deconstruía) todo lo que leía para descubrir el mecanismo de relojería suiza que marcaba el ritmo de la obra. Me llamó la atención de que M. escuchaba música así: la deconstruía, el placer de la melodía se diluía en ese esfuerzo.Descubrí entonces la diferencia entre un melómano y un musicólogo. El cantaor Juan Marsé adaptó a la música la sentencia de Wilde sobre la literatura (“There is no such thing as a moral or an immoral book. Books are well written, or badly written”), para decir: “Solo hay dos tipos de música: la buena y la mala”. El melómano diría “la que me gusta y la que no”. Compartí una pieza de Fabrizio Paterlini que me gusta mucho, Wind Song, y a M. le pareció que no era nada novedosa, que se repetía mucho.
Pablo Laserna, cuando daba clases en los Andes, dejó una joya de pensamiento probablemente robada de alguna revista Playboy: La diferencia entre un político y un politólogo es la misma que hay entre un playboy y un ginecólogo. Dejo al lector utópico la deconstrucción de esa joya del pensamiento aplicada a la diferencia entre un melómano y un musicólogo. Yo sigo enredado deconstruyéndola.
2.
La segunda deconstrucción tiene que ver con A. Me compartió compungido que creía que su novia le estaba siendo infiel con otros dos hombres. Cuando le pregunté que si la había descubierto en pleno trío me dijo que no, que no tenía evidencia concreta sino solamente los enlaces musicales que compartían entre ellos. Me envío algunos para ver yo que percibía. De entrada le dije que nada anormal, que me parecía que la comunicación entre ellos no me despertaba ninguna sospecha de triángulo amoroso. «No, es que ella salta del uno al otro», me dijo enfático él. Eso sí que menos lo veía yo.
Me pidió que escuchara con cuidado la letra de las canciones. Salí a pasear por el parque y solo pensaba en el camino que qué mala suerte la de A., pedirme a mí, que escucho sobre todo música instrumental o que percibo la voz como un instrumento más, un análisis detectivesco sobre un trío de infieles basado en la letra de canciones.
Así se lo comenté, que incluso solo podría valorar el Nobel a Dylan cuando leyera su obra impresa porque su música no me gusta y sería una tortura sentarme a escucharla. Muy diligente, A. me envió la letra de las canciones que servían como prueba reina, la smoking gun del caso. Leí las letras y le dije que tampoco encontraba nada, que me declaraba menos apto que Sancho Panza para acompañarlo en esa misión especial. A. aceptó: “Entiendo. No tienes el olfato entrenado lo suficiente para captar la esencia de lo que está sucediendo”. Me acordé de los locutores de fútbol y su consabido aroma de gol (que puedo percibir), o de Zatoichi, versión Kitano, que distingue con su olfato a un hombre de una mujer, o percibe un incendio a más de un kilómetro de distancia. Pero en este caso reconozco que mi olfato era incapaz para detectar los aromas evidentes que me señalaba A.
Hice un último esfuerzo y me lancé a deconstruir la última canción que me envió A. Hablaba del deseo de la cantante por viajar de nuevo, lo cual podría significar que su novia estaba preparando un viaje, ir a un destino donde ninguno de los dos conociera el idioma local; la buena noticia para A. es que no iría con los dos sino con uno solo, ahora la cuestión sería saber con cuál de ellos y a dónde pues todos en ese trío eran políglotas, donde pudieran intercambiar sus juegos sobre malentendidos, lo cual dado los problemas de comunicación entre A. y su novia era dolorosamente fácil de imaginar que experimentaría con otro hombre. Compartí con gran satisfacción mi análisis deconstructivista con A., incluyendo mi conclusión final: «Probablemente viajan a un país escandinavo, báltico o asiático, pues es donde hay más idiomas que ellos desconocen».
No sé si pensó que le estaba mamando gallo o si definitivamente me despidió del caso por mi incapacidad olfativa: no ha respondido mi mensaje. Es lo que tiene el deconstruccionismo: rara vez se encuentra lo que uno desea.