Fiel a su palabra, el Centro Harry Ransom ha hecho público un año después parte del archivo de García Márquez. Me zambullí a ver qué sorpresas encontraba y salí enriquecido, en especial por el epílogo de Crónica de una muerte anunciada. Aparte de las delicias que citaré a continuación, fue una fiesta el acceso a su cocina literaria, como él la llamaba. Por las anécdotas menores, como los errores de ortografía recurrentes (la tilde en tánto, p.e.), como por sentir cómo entraba en trance el nobel colombiano a la hora de sentarse a escribir; un placer paladear de nuevo el flujo de su prosa.
Algunos pasajes para destacar:
Yo había sido uno de los 15.000 testigos del drama, y uno de sus protagonistas de última hora, y mi madre tenía un parentesco lateral con los autores del crimen y era la madrina de bautismo de Santiago Nasar. Esto ocurrió poco antes de que yo supiera qué iba a ser en la vida, y sentí tanta urgencia de contarlo, que tal vez fue el acontecimiento que definió para siempre mi vocación de escritor.
A quien primero se lo conté fue a Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, unos cinco años después, en el burdel de alcaravanes de la Negra Eufemia. Para entonces ya había resuelto ser escritor, y mi padre me había dicho: «Comerás papel». Durante años soñé que rompía resmas enteras y me las comía en pelotitas, y nunca era el papel sobrante de los periódicos donde trabajaba entonces, sino un muy buen papel de 36 gramos, áspero y con marcas de agua, tamaño carta, del que seguí usando siempre desde que tuve dinero para comprarlo.
Luego, cuando se encuentra con Bayardo San Román, que ya había vuelto a vivir con Ángela Vicario, este se disgusta porque ella haya hablado con García Márquez, lanzándole una advertencia que terminó siendo una epifanía:
— Si escribes ese libro —me dijo— te lo hago comer.
—¡Ah carajo! —repliqué—. Solo ahora entiendo lo que me quiso decir mi padre cuando le conté que iba a ser escritor.
Humor garciamarquiano a tope. Otro:
Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen está idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto de este libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
Realismo mágico en su más pura expresión.
La delicia mayor la encontré en la página 8, en la frase: Lo que más me sorprendió fue la forma en que había terminado por entender su propia vida. Esta frase marca la diferencia radical entre la literatura y la filosofía. Hay personas que se dan el lujo de emplear gran parte de su tiempo en meditaciones existencialistas, en preguntarse cuál es el sentido de la vida, si vale la pena vivir o no, como si fueran a vivir eternamente, sin conciencia de lo corto que será su paso por este mundo. El escritor por su parte se preocupa por la condición humana, por comprender cómo entiende una persona su propia vida, qué ha hecho o qué está haciendo con su existencia. Es el misterio que trata de desentrañar la literatura en mayúscula. Ya Joyce lo había advertido: antes de comprender por qué el corazón late, ya latía. Esta forma de ver la vida se repite en otro apartado y creo que es la pregunta que entrenó la agudeza del ojo de García Márquez, la llave que abre la puerta a conocer al ser humano, a nosotros mismos. Y solo estamos en la punta del iceberg.