1.
Anoche un par de niños ricos decidieron tomar prestado o robar la camioneta Mercedes todoterreno de su padre o madre. En una maniobra absurda frente a mi casa se chocaron con tres autos que estaban parqueados. A uno de ellos incluso le rompieron el eje trasero y dejaron la llanta acostada. Desde mi cuarto escuché el ruido del accidente; esperé a escuchar algún grito de auxilio y seguí durmiendo, hasta que unos minutos después volví a escuchar el ruido de otro accidente. Corrí a asomarme por la ventana y vi a los jóvenes tratando de huir, alcancé a ver la cara del joven conduciendo con risa nerviosa.. Perdieron una llanta trasera y aun así trataron de huir. El disco soltaba chispas pero esto no detenía al joven. Vi que los vecinos ya estaban llamando a la policía. Me puse los tenis y salí a ver qué había sucedido. También a decirles que el carro iba sin llanta y tenía que detenerse en un par de kilómetros, el motor no aguantaría tanto. Me señalaron la huella del disco en el piso: la camioneta dejaba su rastro registrado en el pavimento. El intento de fuga más ridículo jamás visto.
2.
Hace muchos años leí una noticia sobre las discotecas silenciosas que estaban causando furor en Europa en Semana. Debió de tratarse de un trabajo por encargo porque los jóvenes autores evidentemente no tenían ni idea de qué se trataba. En su nota informaban que eran fiestas en las que la gente se reunía, bebía, comía, bailaba pero sin hablar entre ellos. No mencionaban en absoluto el uso de audífonos conectados entre sí de manera inalámbrica, que son el rasgo distintivo de las fiestas silenciosas: todos los participantes se ponen estos audífonos, van a la pista de baile, escuchan la música que les transmite el DJ e incluso siguen sus instrucciones, como cuando les dice: «Say yeah!» y todos repiten a la vez, regalándole a los espectadores un espectáculo inusual. Uno los ve bailando sin escuchar la música. Esta experiencia la repetí en Atenas, al pie de la Acrópolis, cuando le di a F uno de mis audífonos para que bailáramos Traigo la salsa de Maelo. No había gente alrededor, era una fiesta privada entrada la noche, a la luz de la Acrópolis.
3.
Mi novia en la universidad había pospuesto sus trabajos hasta el día de la entrega. Una noche tenía un estrés terrible porque tenía que entregar como cuatro trabajos a la mañana siguiente. Me ofrecí a ayudarle escribiéndole dos a partir de una lectura rápida de los textos y reseñas sacadas de la manga. En la mitad del ejercicio mis brazos me empujaron lejos del escritorio: me di cuenta de que estaba escribiendo pura carreta y me sentí mal conmigo mismo. Traté de escribir algo en serio, pero por la premura del tiempo me di cuenta de que no era posible. Me justifiqué diciéndome que no lo iba a firmar yo y que era responsabilidad de ella presentarlo, pero aún así… Al escribir esto me llega la imagen de una amiga que tenía un trabajo similar en Barcelona: tenía que escribir sobre lo divino y lo humano para un medio en el que trabajaba. Hoy publicaba una nota sobre antivirus, mañana sobre la malaria en África, al día siguiente sobre la burbuja financiera en el fútbol y así todos los días. Pura cuestión de supervivencia.
4.
Sigo pensando en el caso de Claas Relotius y los cuadros anteriores se cuelan en mi pensamiento. El primero me hace preguntarme por la naturaleza de la experiencia humana. Me imagino a estos jóvenes contando divertidos lo que les sucedió anoche, a pesar de que el cálculo de los daños se acerca fácilmente a los doscientos mil euros, incluyendo la pérdida total de su auto. Esto es lo que tendrán para contar. Los jóvenes reporteros de las fiestas silenciosas bien pueden ser predecesores de Relotius o su origen: una vívida imaginación que sus poseedores consideran suficiente para narrar (falsear) la realidad. Y mi experiencia con la expulsión del escritorio y mi amiga que se resigna a hacerlo me hablan sobre la conciencia de estar falseando la realidad, o relatando una versión a medias o banal de ella.
Me intriga el caso de Relotius porque tuvo todo el tiempo, la oportunidad, el financiamiento para entregarle una crónica de alta calidad a su medio y sus lectores. Viajó a otra realidad diferente a la de la burbuja de su 4×4, estaba bien pagado y tenía experiencia, no como los jóvenes de la disco silenciosa, no tenía una fecha de entrega inminente para sus reportajes, le pagaban por tener la experiencia, no para resumir trabajos de investigadores: ¿lo rechazó en algún momento su escritorio? ¿cómo asimiló el engaño? ¿qué se decía a sí mismo? A pesar de visitar los lugares, entrevistar a las personas, hacer todo el trabajo de campo, ¿qué lo llevaba a falsear la realidad de esa manera?
El caso es más desconcertante cuando se piensa en la rica tradición de la crónica periodística, de ese legado maravilloso, ¿por qué deshonrarlo?