El abrazo del árbol y los bosques musicales

Una mañana de otoño soleada, de agradecer después de los días grises de lluvia. Un viento suave, ideal para ir a tomar un baño de bosque, como llaman ahora las caminatas por el bosque desde que se popularizara la práctica japonesa del Shinrin–Yoku. Hay cosas que a veces parecen excéntricas, como abrazar árboles (soy uno de ellos) por el bienestar que dan, y ahora vienen a confirmar y hasta a recomendar la ciencia occidental. Pero antes de ir a tomar el baño de bosque quiero compartir en esta bitácora utópica una nueva serie con la que amanecí pensando esta mañana. Debe estar relacionada con el Shinrin–Yoku porque se trata del viaje por bosques musicales, una serie que trata sobre los caminos por los que me ha llevado mi curiosidad musical. Aunque ya hay varios retratos esparcidos por esta bitácora quiero seguir explorando otros más.

Empiezo por un recuerdo de infancia. Estoy sentado sobre el borde de una silla en el Teatro Colón de Bogotá. Tengo 3 años. Si me siento como una persona normal no veré nada alrededor mío. Vamos a escuchar Las cuatro estaciones, una de las obras que a mi padre le gusta escuchar los domingos en la mañana. Adquirí ese hábito de él, solo que prefiero L’estro armonico, también de Vivaldi. Es la primera vez que voy a ver músicos interpretando una obra. Tanto, que cuando empiezan a tocar le pregunto a mi madre que en dónde está el disco porque suena muy fuerte. Ella me va introduciendo a los instrumentos entre susurros, tratando de no incomodar a las personas alrededor. Con la música voy descubriendo qué hace cada uno y es una experiencia totalmente mágica. Ahí encuentro reunidas dos de mis grandes pasiones: la búsqueda y disfrute de la belleza y la intriga o curiosidad constante sobre cómo lo hacen, el gusto por la magia, por los magos, ese espectro infinito en el que caben Nabokov, Messi, Glass, Greenaway y miles de otros.

Otro recuerdo, traído por el recuerdo de una fotografía que perdí hace tiempo: estoy semidesnudo, solo me cubre un sweater rojo, y estoy cambiando un disco en la radiola de la casa con el mayor cuidado posible, en especial al momento de poner la aguja sobre el vinilo. De nuevo ese encuentro con la magia de soltar esa aguja sobre un disco en movimiento para empezar a escuchar algo bello. Creo que aprendí a hacerlo luego de un disgusto de mi padre. «¡Maico! ¡maico!», le gritaba, y cuando él se aprestaba a tomar su correa para castigarme por decirle marico, la traducción de mi madre me salvó en el último instante: «Hombre, le está diciendo más disco, más disco». Al aprender a poner yo mismo los discos se disipaba este potencial peligro semántico.

Al poco tiempo mi madre me trajo de regalo un tocadiscos portátil de Fisher-Price, una historia ya relatada en esta crónica utópica, y que me sigue acompañando como un cálido recuerdo cuando me distraigo con mis juguetes, la conexión bluetooth entre mi teléfono y el Bose Minilink. Alguna vez se lo dije a un amigo y mis amigas feministas adoptaron con placer esta frase: «A veces, la única diferencia entre un niño y un hombre es el tamaño de los juguetes». Antes del bluetooth, los teléfonos de Nokia tenían un transmisor de FM: el usuario creaba una emisora, digamos 101.5, empezaba a transmitir música y podía sintonizarla en el radio del auto con ese dial. El clímax en el 2005 era sintonizar canciones del recién creado Youtube y escucharlas por el radio como si fueran la banda sonora del viaje. Pocas veces me he sentido tan futurista. Algo que hacía de manera nativa el Nokia y para lo que hay que comprar sofisticados gadgets para hacerlo con un teléfono Android.

Me perdí con esta evocación tecnológica. Iré a tomar el baño de bosque, la luz está perfecta para disfrutar de la serie árboles a contraluz e intercambiar un buen par de abrazos, porque quienes abrazamos árboles sentimos que el árbol nos abraza también.