El editor perdido (1)

1.

De estudiante universitario me sucedía algo curioso (entre muchas otras curiosidades). Cuando me sentaba a terracear con un amigo de carrera o íbamos a almorzar en la calle, me pedían siempre limosna a mí y no a él. No me había dado cuenta hasta que él me lo dijo: «Increíble, siempre le piden a usted y no a mí». Lo más paradójico es que el del billete era él, no yo. Hablaba con mi amigo Jorge Gaviria, El Científico, sobre la percepción de miedo que causaban los habitantes de la calle y él en broma me decía que cuál miedo, al contrario, despertaban una gran solidaridad entre los bogotanos. «¿Cómo así?», le pregunté. «Basta con acercarse a una señora esperando bus en la calle, pedirle alguna ayuda y ella abre de par en par la cartera: “Tome lo que necesite”». Le comenté la curiosidad que me sucedía con mi amigo, le pregunté que según su punto de vista por qué se daba esto y me dijo sin pensarlo: «Porque se nota que usted es un bonachón». No me agrié la tarde preguntándole que si me estaba diciendo huevón.

2.

La consecuencia de esa experiencia bogotana me llevó a una de las escenas más vergonzosas de mi vida. En Quito, esperando el semáforo en verde para cruzar una calle, se me acercó un niño pobre y sin dudarlo le dije que no tenía dinero. «No se preocupe, solo quería preguntarle la hora». Me disculpé todo sonrojado y le di la hora. Desde ese día no me anticipo a nadie que se me acerque en la calle sin la mano extendida.

3.

La curiosidad que me sucede en las ciudades mediterráneas europeas es que la gente se me acerca a pedirme instrucciones de viaje. La que más recuerdo es la de una familia italiana haciéndome preguntas sobre vías en Pisa, en el parqueadero para visitar la torre. Empecé por decirles que no hablaba italiano y que de hecho había llegado a Pisa por error. El plan de viaje decía que debía tomar el tren que iba de Florencia a Pisa para bajarme en Lucca, mi destino final. Lo que no me dijeron es que había dos trenes que cubrían esta ruta, uno que va por arriba y pasa por Lucca y otro que va por abajo. Tomé el segundo y tuve la enorme suerte de que el controlador de tiquetes me explicó con paciencia el error que había cometido y cómo resolverlo. Tuvo incluso la amabilidad de darme una marca especial en mi tiquete, pues de lo contrario, al llegar a Pisa, tendría que comprar uno nuevo para regresar a Lucca. Total, ya llegado a Pisa, me dije que qué mejor oportunidad para conocer la torre inclinada. Apunté mi navegador y allá llegué. Justo en ese momento me encontré con la familia italiana que me pedía instrucciones: «Estoy recién llegado a Pisa y de hecho no debería de estar acá, lo siento, no puedo ayudarles». Por una absurda razón creyeron que me estaba haciendo el gringo incluso hablándoles en inglés. Se fueron disgustados.

En París me encontré a un viajero más afortunado, que me pidió instrucciones de un lugar del cual yo recién venía. Me di el gusto de compartir el atajo para peatones por el que me había llevado el navegador: «muy amable señor, tenga buen día». Y paro aquí porque la lista es larga.

Me río siempre con estas historias, pues a pesar de mi fenotipo mestizo latinoamericano, es tal la mezcla en estos países que me pueden ver como uno más de ellos. En Neerlandia, en cambio, muchas veces salvo que empiece a hablar en neerlandés, me toman por extranjero y me empiezan a hablar en inglés. Pero sin duda la experiencia más divertida es cuando me encuentro con colombianos que me piden instrucciones y les cuento cuánto tiempo llevo viviendo en Europa, me dicen: «Ah, pero no has perdido el acento».

4.

Contaba Victoria Ocampo, la editora argentina, que a pesar de haber sido educada de manera trilingüe por sus maestras francesa e inglesa (en su casa dejaban el español para hablar con sus criados), de haber absorbido toda la cultura europea desde pequeña, fue en una charla con Virginia Woolf cuando se dio cuenta de cuán latinoamericana era. A pesar de que compartía los mismos referentes con los europeos, la seguían viendo como la exótica argentina venida de la Pampa, «esa bella llanura de pastos verdes», como le dijo Woolf que se la imaginaba. A su regreso a Argentina, Ocampo vio la necesidad de comunicarles a todos esos ignorantes europeos la rica vida cultural que había en América Latina y fundó la revista Sur, ese puente cultural entre los continentes americano y europeo cuyo logo, la flecha verde apuntando hacia abajo, simulaba el dedo de Victoria poniendo a América en el mapa de los europeos.

García Márquez y Vargas Llosa también coincidieron en afirmar que empezaron a leerse entre latinoamericanos cuando se encontraron en Europa, pero que en sus países no les preocupaba mucho qué sucedía en los demás países hermanos. El boom latinoamericano, ese gran producto editorial europeo, ayudó a derrumbar muchas de estas barreras, pero quizás por las distancias seguimos leyéndonos más gracias a las editoriales europeas que a las latinas.

Estos cuadros son la introducción a la siguiente entrada, la pregunta por ese editor perdido en nuestro tiempo.