En La casa de Asterión, Borges nos cuenta cómo es el mundo visto a través de los ojos del minotauro, cómo es la vida cuando se está condenado a vivir en una casa con puertas abiertas, con infinitos senderos que se bifurcan pero no se sabe a dónde llevan. En su documental Tauromaquia, Jaime Alekos le resta toda la poesía del mito griego y del universo borgeano para ponernos en el lugar del toro sin decir una sola palabra.
Es cuando menos sorprendente que en las discusiones con taurófilos den por supuesto que el toro tiene una función específica, un destino claro y se niegan a ver algo más. En ese sentido el toro es invisible, no existe para nada más que no sea brindar una corrida brava. De ahí el acierto de Alekos al mostrar las corridas con el toro como protagonista. A las etapas de la liturgia (como algunos taurófilos las llaman) las acompañan una serie de textos que explican sin pudor alguno cómo se debe (mal)tratar el toro, cómo ejercer el arte del engaño para que pique y haya función.
Como ya lo he compartido en entradas anteriores, he visto la belleza en los gestos del torero, y me impresiona aún más el rejoneo; ver los movimientos increíbles del caballo frente al toro me deja embelesado. Pero esta manifestación episódica de la belleza no puede ser excusa para continuar con ese arte. Las secuencias registradas por Alekos no dejan duda sobre la tortura a la que es sometido el toro. Asterión esperaba a su redentor, ojalá sea Alekos el del toro.