La primera vez que experimenté el síndrome de Stendhal en forma fue en Florencia. Ya había vivido varios episodios de exceso de belleza. Los primeros cinco que se me vienen a la cabeza (no más de cinco y citándolos muy rápidamente porque de lo contrario colapso y no hago nada) son:
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El aria de la Pasión según san Mateo, Erbarme Dich, mein Gott:
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La voz de Inessa Galante
La primera vez que la escuché en vivo fue en la sala menor del Concertgebouw. Presentaba el disco Confesso y varias veces al escucharla quedé derretido en mi silla, totalmente sin control sobre mis músculos. Mejor paro con la música porque no termino.
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La habitación de Van Gogh
En mi casa mi mamá tenía una reproducción enmarcada de Los girasoles de Van Gogh. Un tío mío se le reía mucho, le decía que era una reproducción barata, que mejor pusiera un cuadro original. Cuando vi en la biblioteca los libros dedicados a él, me fascinaban sus formas y colores. Pero solamente cuando estuve frente a sus cuadros me di cuenta de que en realidad nunca los había visto en mi vida. Son cuadros tridimensionales, las capas de pintura sobreimpuestas los sacan de la bidimensionalidad y les dan una fuerza increíble, la verdadera experiencia de lo irrepetible.
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El páramo de Ocetá
Debo a mi amigo Alejandro Archila la primera excursión al páramo de Ocetá. Lo bordeamos sin llegar a él. Años después lo visitaría varias veces de la mano de su descubridor, Juan Florencio Agudelo Pacheco. Es imposible agotar su belleza.
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El cuerpo de Tránsito
Que me dio también mi propia versión de la metamorfosis cuando fui el tinieblo de Lina.
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Extra: La luz peligrosa
En suma, cito estos ejemplos para decir que he disfrutado de mucha belleza y que por lo tanto los síntomas del síndrome de Stendhal me parecieron terriblemente exagerados. He vivido auténticos olvidos del ser, pero nunca creí posible llegar a desmayarme y perder todos los sentidos por el exceso de belleza: o era muy exagerado, o no era tan sensible a la belleza, o me faltaba vivir algo más grande aún.
La duda quedó disipada cuando llegué a Florencia, la cuna del famoso síndrome. H. me había advertido que La primavera y El nacimiento de Venus serían suficientes para dejarme en el piso: A ti que te gusta boxear olvídate de Tyson, no tienes ni idea de lo que es un verdadero knock-out. Además de decirme que todo iba acompañado por la ciudad misma, pues Florencia es una ciudad museo, hay obras de arte en todos sus rincones. Así es.
Me preparé para ir a los Uffizi visitando primero la Galería de la Academia, donde se encuentra el David de Miguel Ángel. Una escultura muy bella pero terriblemente delicada para mi gusto. Un hombre bonito. Si sobreviví a este mito no creo que Boticelli me vaya a dar un knock-out, pensé.
Y bajé la guardia.
Florencia no me perdonó.
Al entrar a la Piazza della Signoria recibí el golpe.
Todavía lo siento cada vez que lo evoco. Jamás había visto tanta potencia y virilidad en mi vida como en el Neptuno de Bartolomeo Ammannati. Quedé fijado en la escultura, solo recuerdo el cielo azul al fondo y súbitamente perdí el equilibrio. Lo que me salvó de caerme fue el ruido de voces de la masa de turistas: perdí la conciencia espacial y gracias al ruido pude volver a orientarme. Un pequeño soplido me habría tumbado al piso. Qué escultura tan fuerte.
Una señora que notó mi mareo se acercó, me tomó del brazo, me preguntó que si estaba bien y me regaló una botellita de agua. Respiré profundo varias veces, agitado, le agradecí su gesto y me ofrecí a traerle una botella de agua. Me dijo que no era necesario. Un auténtico golpe a la lona, no me atreví a mirar a la estatua de nuevo y pospuse la visita a los Uffizi para el día siguiente. Preferí irme a descansar a las aguas termales de Montecatini. Las obras de Boticelli son de una belleza sublime, pero la fuerza y la potencia descomunales son de Ammannati (en mi experiencia, por supuesto). Y ya me excedí con todos estos recuerdos, no puedo continuar más por hoy.