Exilios

En mi segundo viaje a Praga traté de hacer un recorrido por la ciudad de infancia y juventud de Rilke que, como describen varios biógrafos, no fueron años felices. En especial por el divorcio de sus padres y el empecinamiento de la madre en tratarlo como a una niña, vistiéndolo con faldas, quién sabe si con hebilla rosada en la cabeza también en recuerdo de la hija que había perdido. Luego pasó por la Academia Militar hasta que cinco años después la abandonó por motivos de salud para irse a estudiar a Munich, con la tensión familiar de seguir una carrera militar, como querría el padre, o una dedicada a la poesía, como lo apoyaba la madre. Ya casi no volvería a Praga. Solo hasta hace un lustro se levantó un busto para recordarlo en la escuela donde estudió de niño. Fui a conocerla.

Hay algo en la mirada y el lenguaje corporal de los colombianos que nos permite identificarnos en el extranjero aun sin hablar. Apenas llegaba a ver el busto en la pared vi a una mujer joven que estaba casi seguro de que era colombiana parada frente a ella. «Menos mal está haciendo sol», le dije. «Y aun así estoy congelada», me respondió, sorprendida porque un extraño le hablara en español. «¿De Cartagena o Barranquilla?», le pregunté, si bien no identificaba plenamente el acento. «Barranquilla, ¿cómo sabías que era colombiana?». Y empezamos a charlar. «De milagro funciona aquí una escuela todavía y no un banco», comentó ella, haciendo referencia a que otros lugares significativos de la vida de Rilke eran ahora sedes bancarias, como la casa donde nació o la mansión de su abuelo materno. «Conoces muy bien su vida», le dije. «Estoy terminando mi doctorado en literatura y escogí a Praga y algunos de sus escritores más representativos, Kafka, Rilke, Kundera, como narradores de la ciudad», me contó.

Le dije que era muy especial encontrar a una joven barranquillera aguantando frío (estábamos a -13C) y haciendo una tesis de doctorado sobre escritores checos. La invité a que fuéramos a un café cercano para no congelarnos y charlar un rato. Le confesé mi atracción por las barranquilleras, por su desparpajo vital en el que lo único que importa es disfrutar y mantener el buen espíritu. «Sé a lo que te refieres pero mi historia es otra. He ido descubriendo que comparto varias cosas parecidas con estos escritores checos, pero no te quiero aburrir con ellas».

Como me pasaba con varios amigos costeños fuera de la Costa casi no le sentía el acento, parece que lo modifican inconscientemente cuando están fuera del Caribe. Se lo hice notar y me dijo: «Salí hace ya como 8 años de Barranquilla y no he regresado hace como 5, creo que se me ha ido perdiendo el acento en el camino, pero creo recuperarlo cada vez que hablo con mi mamá». No me aguanté más la curiosidad y le pregunté por las similitudes entre ella y los escritores checos: «Terminaron exiliados de Praga, yo me liberé de Barranquilla». No daba crédito a lo que oía: «¿De qué te liberaste exactamente?».

«Detrás de toda la cheveridad, la frescura, el desparpajo que mencionas, hay una estructura clasista muy fuerte, una dominación total por la apariencia y el qué dirán. El rol tradicional de la mujer sigue muy marcado y cuando dije que quería estudiar literatura se armó un escándalo familiar. Me sentía totalmente sofocada. No podía creer que mi vida tuviera que ser ordenada según las apariencias. Conseguí una beca y en contra de la voluntad de mis padres me marché de Colombia a estudiar a Inglaterra y ya llevo años sin volver». Tenía muy clara su historia, todo esto lo contaba sin dejos de nostalgia o resentimiento. «Obviamente hay una diferencia enorme entre la rigidez alemana o austrohúngara y el miedo al bochorno costeño pero si miras más allá de la superficie puedes encontrar las similitudes. Son estructuras que para quienes no quieren vivir según ellas terminan siendo sofocantes como el sol caribeño o congelantes como el invierno de Praga».

Le comenté que yo en cierta forma también había salido de Bogotá por una sensación de ahogamiento y que su explicación me daba otra perspectiva para entender mi gusto por los mismos escritores checos: «Y solo hasta que te oí pensé que los bogotanos éramos los que teníamos las cadenas más pesadas en Colombia». Ya finalmente con una sonrisa dijo: «Ahora casi que nos obligan a hablar de La transformación y no de La metamorfosis de Kafka, pero me parece que tiene más alcance el título por el que lo hemos conocido siempre, pues estas cadenas que él descubrió tienen muchas formas. Solo cuando pasas por el rito iniciático de amanecer convertida en un monstruoso insecto empiezas a descubrir sus formas». Terminó su café y me dijo que tenía que marcharse. Nos despedimos y seguí camino a la estación de Mustek.