Recién he descubierto un nuevo pequeño placer. Me dejo de afeitar durante una semana para ver cómo crece mi barba blanca hasta que me empieza a picar en el cuello. El pequeño placer es ir a la barbería de los marroquíes para que me afeiten.
Varios de ellos hablan español. La última vez me atendió Rachid. A la silla para cortar el pelo le cambia el cabezal, la inclina un poco y quedo en posición casi horizontal para facilitar la afeitada. Primero me pone unas compresas de agua tibia para dilatar los folículos, acompañadas por suaves masajes a presión. Luego toma la brocha y prepara la espuma en una pequeña taza. Empieza a esparcirla sobre mi barba incipiente hasta dejarla totalmente homogénea. Toma su navaja barbera y siento cómo el corte llega a la raíz de la piel. Cuando desliza la navaja por la traquea no puedo dejar de pensar que bastaría un leve corte de Rachid para desangrarme por la yugular. Es un toque de emoción añadido al rito.
Una vez terminado pasa a limpiar los restos de espuma con las compresas que usó al principio y luego las remplaza por otras con agua fría para cerrar los poros de la piel. Me aplica un aftershave y quedo muy contento con la sensación del resultado. Todo este placentero ritual por la módica suma de 5 euros.
De caminata por Bruselas encontré una vez una barbería en la elegante avenida Luiza donde ofrecían una afeitada al estilo londinense por 300 euros: «Me quedo con el estilo marroquí definitivamente», pensé, aunque igual me quedé también con la curiosidad de saber cómo sería el famoso estilo inglés para justificar ese precio.
En Olimpia descubrí una pequeña barbería clásica que no tiene nombre (ver imagen). El dueño la abre regularmente pero no está registrada de manera oficial. Entré y saludé a Giannis, un señor sobre sus setenta años, vestido de manera sencilla y elegante a la vez. Sin decirle una sola palabra me invitó a sentarme en la silla; así de evidente era el tratamiento que necesitaba. Se paró frente a mí y empezó a estudiar las facciones de mi cara, tal como haría un golfista consumado con el green. Una vez que supo cómo atacar mi rostro, inició el rito con las compresas, me aplicó la espuma de afeitar y justo en ese momento tuve una visión que me perturbó: reconocí su enorme parecido con Zatoichi, el samurái ciego, y por un instante me pareció ver que no sacaba su navaja barbera sino una katana que utilizó con maestría: agitó tres veces su brazo, apenas escuché el susurro veloz del paso del acero por mi cara y me dejó completamente afeitado en menos de 2 segundos.
Todo un despliegue de precisión sin derramar una sola gota de sangre. Enfundó su katana, sacó de su otro bolsillo una pequeña afeitadora y procedió a afinar los detalles en el mentón y sobre el labio superior. En menos de 10 segundos estaba completamente rasurado. Terminó de limpiar los restos de espuma con la toalla y me aplicó una leve capa de menticol que no olía desde mi infancia. «Cuatro euros», me dijo. Yo le hubiera pagado 20 sin problema solo por el espectáculo del barbero samurái que acababa de escenificar.
El otro pequeño placer que acompaña este rito es que me regala la ficción de ser un hombre nuevo –al menos por unos breves instantes. Con esa sensación salí del miniteatro de Giannis, nos despedimos con una venía y continué mi viaje hacia Utópica.