«No, disculpa, mi lengua materna es el catalán», respondió ella cuando una amiga holandesa le dijo en el gimnasio que los dos compartíamos la misma lengua materna. Lo afirmaba además con un inglés con más sabor a spanglish que a catalanglish. «Mentira, el catalán si acaso será la lengua materna de hijos de radicales nacidos en la última década, los que nacimos bajo el franquismo tenemos el castellano como lengua materna», me comentó una amiga catalana cuando compartí el comentario de su compatriota. «Además es una lengua horrible, retrasada y sin desarrollo», remató.
Lo que más me llamó la atención fue la actitud con la que la primera catalana hacía la aclaración. Me recordó a varios bogotanos que he escuchado decir en Europa soy de Bogotá, como si vinieran de la capital de un imperio avanzado o una ciudad muy chic. De viaje por otras regiones de Colombia he sentido que varias personas sí le dan un halo especial a Bogotá, como esa ciudad especial de la que todos hablan y que aún no han conocido. Sigo pensando que lo mejor que le pudo suceder a Bogotá es que esté siendo poblada por personas de todas las regiones, venezolanos incluidos, para que reduzcan a una minoría a los bogotanos puros y terminen disolviéndose en la capital de todos. Los catalanes independentistas están reclamando ese aire para ellos: somos especiales, únicos, más ricos y mejores.
Para un latinoamericano es difícil no reconocer cierta hermandad con el deseo independista de Cataluña. Al fin y al cabo nuestra identidad está fundada sobre las guerras decimonónicas de independencia de la corona española y prácticamente por los mismos motivos: autonomía política y fin del expolio impositivo. Para un europeísta el anhelo de separación catalán tiene aire de Brexit, de disolución del sueño de la Unión Europea. España, sin quererlo, era ese Estado modelo en el que conviven diferentes naciones bajo una misma bandera. Símbolo de ese sueño de convivencia de múltiples identidades que dialogan, se mezclan, con ciudadanos que fluyen de una autonomía a la otra. Amigos que llevan viviendo en Cataluña varios años me dicen que ahora se sienten más que nunca extranjeros y, en el peor de los casos, miembros de las fuerzas invasoras.
Es comprensible que teniendo como gobernante al Partido Popular en este momento más de uno quiera independizarse de España. Como todos los que quisimos irnos de Colombia en la presidencia de Samper, mucho más corrupta que la del actual PP. Pero es también el momento de pensar en el presente y el futuro: en tiempos en que se está trabajando por consolidar la Unión Europea, los nacionalismos que amenazan con detonar este proceso deben ser disueltos en esa comunidad para todos. Los independistas catalanes deberían verse mejor en el espejo de los ingleses encartados con el Brexit. Con el agravante de que una Cataluña independiente abre la puerta a un País Vasco independiente.
Como sucedió con los referendos de Colombia y Reino Unido, la situación catalana no debería de ser resuelta por otro parecido. Son decisiones muy complejas que no pueden ser dejadas en manos de mayorías de votantes emocionales que tienden en gran medida a no sopesar lo que está en juego. Mucho menos cuando un resultado inferior al 70% podría ser llamado un empate técnico (y aquí hay que pensar en el referendo de Gibraltar). Es necesario el diálogo entre las partes para llegar a los mejores acuerdos posibles para todos. Pero la Declaración Unilateral de Independencia del próximo lunes parece inminente y Rajoy sigue siendo el presidente del gobierno de España. No pinta bien la cosa y España paga ahora su falta de líderes políticos. Y la catalana con la que abrí esta historia camina ahora sintiéndose más especial que nunca.