Veía el final de algunas etapas de la Vuelta a Francia y, a pesar del desgaste, algunos corredores sonreían. Identifiqué ese gran placer de estar In Da Zone, saber que se compite al más alto nivel y tener conciencia de que es un momento único. Mi inconsciente me trajo una escena de adolescencia: jugaba basket contra otro equipo, robé el balón dos veces, salí corriendo hacia el aro contrario y fallé al encestar en ambas ocasiones.
Por algún pasado japonés esa noche pensé que no era digno de la camiseta de mi equipo. Esperé a que estuviera limpia para devolvérsela a mi entrenador. Tal fue mi culpa por haber fallado esas dos canastas. Lo encontré en el salón de deportes, le dije que estaba avergonzado por esos errores y que devolvía la camiseta.
Él la aceptó. Pasó un año antes de que me volviera a llamar a jugar con el equipo.
Ahí me atacó el instante filosófico: un buen entrenador habría dicho que esos errores no tenían importancia, que lo que valía era haber estado lo suficientemente alerta para robar esos balones y haber corrido como loco para buscar esos puntos para el equipo. Dicho esto sentí una liberación y pena a la vez por la oportunidad perdida para mi entrenador.
Con esa catarsis me dejó el instante filosófico y me fui a jugar frisbee al parque.