A veces uno no escribe por simple pudor. Cuando le recomendé a R visitar a mi psicoanalista, un hombre comprensivo y muy buena gente, ella me respondió que no con una frase a la que vuelvo con alguna frecuencia: «Me aterra lo que pueda encontrar». ¿Por qué relaciono el pudor con el miedo?
Cuando conocí la ágora de Atenas sentí todo el peso de su historia, la cuna de la democracia, y justo en ese momento pasó cerca un hombre que me recordó la sombra de Diógenes de Sínope, famoso entre muchas historias por precisamente autogratificarse en ese mismo espacio.
En mi camino como lector me he encontrado con muchos libros en los cuales sus autores hacen lo mismo. Es ahí cuando creo que me entra el pudor; al leer estos libros me he preguntado si no tenían a algún amigo lector que les ayudara a mirarse en el espejo o, si por el contrario, ese mismo amigo celebraba la catarsis narcisista de su amigo, la creación propia de un espejo donde verse como es. Si no llevaban un diario donde encontrarse con ese interlocutor cruel, como llamó Canetti a la práctica de llevar el diario y el encuentro desnudo e implacable consigo mismo.
El psicoanálisis cumple una tarea similar, con el apoyo de un espectador amigo cuya tarea es ayudarnos a vernos mejor, a enfocar esos puntos de resistencia que no queremos ver, a ir a esos lugares a los que no queremos volver pero cuya negación no basta para desaparecer su efecto o influencia en el presente.
Vuelve Diógenes y su encuentro con Alejandro Magno: «¿No me temes?», le preguntó el macedonio, a lo que respondió: «Gran Alejandro, ¿te consideras un buen o un mal hombre? Exacto, si eres un buen hombre, ¿por qué habría de temerte?». Pero, como R, tenemos motivos para temernos. El espacio psicoanalítico, la página en blanco, son una ágora que invita a caminar como Diógenes y explorar los límites propios, romper con convenciones, conocerse mejor, aunque nos aterre lo que podamos encontrar. Otra cosa es quedarse en la autogratificación del ejercicio y banalizarlo como quien va a comprar el pan.