Siempre esperaba la cita olímpica pero mi interés ha decaído. Seguía con entusiasmo el recorrido de la llama desde Olimpia hasta la noche de inauguración donde daría vida al pebetero en recuerdo de Prometeo. Las veces que he estado en Olimpia visito la ciudad antigua para tratar de imaginar cómo fueron los primeros Juegos.
Esta mañana hice un ejercicio similar: salí a caminar imaginando que estaba en medio de la Villa Olímpica. A todas las personas que me iba encontrando les iba asignando una disciplina deportiva: este que está como alto debe ser nadador o voleibolista, ah, aquí va un arquero, esta pareja de ancianos paseando el perrito deben ser viejas glorias olímpicas, ella de atletismo, él de gimnasia. Pasaron unos jóvenes discapacitados y me alegré de ver a los jugadores paralímpicos.
M. me contó que se emociona tanto con la ceremonia de inauguración que hasta llora. Le conté que me sucede lo mismo cada vez que me encuentro a un atleta olímpico. Me ha pasado ya cinco veces en Holanda: un medallista de bronce de canotaje, tres medallistas doradas de Hockey y una vez a Mariana Pajón. Son para mí semidioses.
El equipo paralímpico que vi esta mañana me recordó el punto más bajo del dopaje: el programa estatal ruso para dopar a sus atletas del cual no se escaparon ni siquiera los paralímpicos. ¿Habrá falta mayor de escrúpulos que dopar a los paralímpicos? Como con el ciclismo (esa sospechosa ventaja de Froome sobre Nairo en el Tour, por ejemplo), he perdido interés en varias disciplinas de los Juegos, pues solo hasta dentro de un tiempo sabremos si los medallistas fueron justos vencedores o seres dopados. Entiendo en parte el abucheo a los nadadores rusos.
Opté por concentrarme en todos esos atletas que representan la excelencia humana y seguí caminando por mi imaginaria Villa Olímpica. Fue entonces cuando me atacó otro instante filosófico: Caí en cuenta de que los basquetbolistas de la NBA se alojan en un yate en la bahía de Rio que cuesta como setenta mil dólares diarios. Nada para estos deportistas millonarios. Lástima que todo este lujo aparente les oculta la verdadera riqueza: vivir al menos por dos o tres semanas entre la élite deportiva mundial, el oasis utópico de los semidioses. Pasó el instante filosófico y con él mi ejercicio de realidad aumentada tipo Pokemon Go atrapando atletas imaginarios. Cuán lejos estoy de Rio.
Esta mañana hice un ejercicio similar: salí a caminar imaginando que estaba en medio de la Villa Olímpica. A todas las personas que me iba encontrando les iba asignando una disciplina deportiva: este que está como alto debe ser nadador o voleibolista, ah, aquí va un arquero, esta pareja de ancianos paseando el perrito deben ser viejas glorias olímpicas, ella de atletismo, él de gimnasia. Pasaron unos jóvenes discapacitados y me alegré de ver a los jugadores paralímpicos.
M. me contó que se emociona tanto con la ceremonia de inauguración que hasta llora. Le conté que me sucede lo mismo cada vez que me encuentro a un atleta olímpico. Me ha pasado ya cinco veces en Holanda: un medallista de bronce de canotaje, tres medallistas doradas de Hockey y una vez a Mariana Pajón. Son para mí semidioses.
El equipo paralímpico que vi esta mañana me recordó el punto más bajo del dopaje: el programa estatal ruso para dopar a sus atletas del cual no se escaparon ni siquiera los paralímpicos. ¿Habrá falta mayor de escrúpulos que dopar a los paralímpicos? Como con el ciclismo (esa sospechosa ventaja de Froome sobre Nairo en el Tour, por ejemplo), he perdido interés en varias disciplinas de los Juegos, pues solo hasta dentro de un tiempo sabremos si los medallistas fueron justos vencedores o seres dopados. Entiendo en parte el abucheo a los nadadores rusos.
Opté por concentrarme en todos esos atletas que representan la excelencia humana y seguí caminando por mi imaginaria Villa Olímpica. Fue entonces cuando me atacó otro instante filosófico: Caí en cuenta de que los basquetbolistas de la NBA se alojan en un yate en la bahía de Rio que cuesta como setenta mil dólares diarios. Nada para estos deportistas millonarios. Lástima que todo este lujo aparente les oculta la verdadera riqueza: vivir al menos por dos o tres semanas entre la élite deportiva mundial, el oasis utópico de los semidioses. Pasó el instante filosófico y con él mi ejercicio de realidad aumentada tipo Pokemon Go atrapando atletas imaginarios. Cuán lejos estoy de Rio.