García Márquez decía que El otoño del patriarca era su libro más autobiográfico. Es una afirmación que invita a leerlo en clave del deseo: ¿qué pasaría si el mundo fuera como yo quiero, si se hiciera todo lo que yo deseo, si todo girara en torno mío? La escritura sirve para explorar ese deseo, que en manos de un gigante como el Nobel colombiano se transforma en literatura. Otros seres humanos, una selecta minoría, deben explorar esas preguntas a lo largo de su vida, como le sucedió a Fidel Castro durante casi 50 años, la edad a la que escribió García Márquez su novela.
Fidel Castro ocupará siempre varios capítulos en cualquier bitácora utópica, en la historia de aquellas personas que han dedicado su vida a hacer realidad una utopía, con los logros, sombras y errores propios de tal destino. Valga resaltar de entrada que ninguno de los errores del régimen castrista es comparable a los grandes desastres de las democracias latinoamericanas con contadas excepciones (para no ir más lejos, la masacre de la Unión Patriótica, las desapariciones forzadas y los falsos positivos de la democracia colombiana sobrepasan con creces el número de víctimas del castrismo).
La victoria de Castro en Cuba en plena Guerra Fría no fue el mejor contexto para el futuro hombre socialista: toda la política estadounidense para el hemisferio se tradujo en la persecución de cualquier otro brote revolucionario en su “patio trasero”, desde México hasta Chile y Argentina, la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, que tan buenos discípulos encontró en el subcontinente.
Aún así, la influencia de Castro en Colombia logró dejar las bases de la Constitución del 91 a través del M-19, que se encontró con la apertura neoliberal de Gaviria. Con su libro La paz en Colombia Castro hizo gala de sus principios explicándonos por qué había fracasado el proceso del Caguán, destacando el compromiso de Andrés Pastrana y el doble juego de las Farc con su proyecto político y militar con el cual pretendían armarse durante el Caguán para tomarse el poder en Colombia. Si Cuba avala el proceso de paz entre las Farc y Santos no debe caber duda de que el Secretariado se debió de comprometer en privado con el gobierno cubano a ser serios con la negociación y olvidarse de la quimera de la toma del poder por la vía armada, de lo contrario no habría acogido el proceso en la isla. Quizás algún día el Secretariado contará cuánto influyó Castro en su determinación por dejar la vía armada y luchar por sus ideales en la arena política.
Cuba es el símbolo del desbalance del poder internacional: Estados Unidos la ha aislado de la globalización por un régimen que es más abierto que el chino o saudita, gobiernos a los cuales no puede ni soñar con aplicarles un par de las sanciones que le ha impuesto a Cuba. Los pueblos latinoamericanos, con la excepción de Venezuela, hemos tenido que convivir con la humillación de ver cómo se nos impone el aislacionismo con una nación hermana, que ha sobrevivido en las últimas décadas sobre todo gracias al sentido humanitario europeo. Cuando el mundo vive aterrado, indignado, por la situación de los migrantes sirios en el Mediterráneo al llegar a las costas griegas, los colombianos asistimos con la mayor pasividad al crimen de ver cómo transitan los cubanos por las selvas del Darién guiados por mafias de coyotes sin tomar alguna medida humanitaria para ayudarlos. Al contrario, se insiste en su deportación masiva.
Ya en la pequeña Habana de Miami se celebra la muerte de El Dictador. La policía de tránsito ha tenido que cerrar las calles donde se aglutinan los celebrantes y nos ha dado el mejor consejo al respecto: Evite esa zona.
¿Muere con él la utopía de una sociedad digna y justa para América Latina? ¿Qué sobrevivirá de su legado? A pesar de las dificultades, la Revolución ha dejado importantes legados que no harían mal en imitar las demás naciones latinoamericanas. Pocos utopistas lo han logrado. Descanse en paz, Comandante Castro.