A sus 25 años, mi cuñado estaba cumpliendo su sueño de juventud de trabajar con aviones. De adolescente se dedicaba a fotografiarlos durante el aterrizaje y el despegue, hacía parte de un pequeño club de aficionados. Estudió Ingeniería Mecánica y recuerdo su foto saliendo de la turbina de un F-16 después de darle mantenimiento. De un momento a otro se preguntó que cuál era el sentido de estas naves más allá de ser herramientas de guerra y cambió de oficio. Manuel Vicent, escritor español, tuvo una revelación similar en su afición por el mundo de los toros: de niño y joven había vivido la pasión por la fiesta brava por ser una práctica arraigada en su familia y entorno. Pero vivió la revelación de la barbaridad de la tauromaquia y empezó una lenta conversión que narra en su libro Antiauromaquia:
Cuando uno vuelve al lugar de aquellos juegos taurinos que le hicieron tan feliz y contempla a otros niños embruteciéndose con el mismo juego, de pronto, a uno se le abren los ojos y se le presenta con toda nitidez la crueldad humana […] La mirada se transforma y el estómago sufre un vuelco y entonces se inicia una lenta conversión.
Otro caso es el de John Hargrove, que en su libro Beneath The Surface relata cómo su sueño de ser entrenador de orcas en SeaWorld desde que era niño y que logró realizar, tuvo que ser remplazado por el activismo para liberar a las orcas de su cautiverio: «No importa que tan noble sea el carcelero, cautiverio es cautiverio», dice en su memoria.
Todos estos casos son senderos que se bifurcan –al decir de Borges—de la obra de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Salvo que en el caso de Hargrove y las orcas aparece un protagonista especial: la orca macho Tilikum, fallecido hace algunos días, tristemente célebre por tener tres muertes humanas a lo largo de su vida.
La más reciente, la de Dawn Brancheau en 2010, motivó el documental Blackfish, que es el responsable de que millones de personas cambien su percepción sobre SeaWorld y haya motivado cambios legislativos sobre el cautiverio de las orcas. La semana pasada se presentó el último espectáculo con orcas en el SeaWorld de San Diego y se espera que el último sea en 2019 en Florida y Texas. SeaWorld es un negocio multimillonario y, como en la obra de Ibsen, lucha por negar la realidad de las orcas y mantener las cifras del negocio en crecimiento.
Es difícil establecer un paralelo entre la crueldad humana con los toros y las orcas; los primeros generalmente mueren en su primera presentación, las orcas son esclavizadas de por vida en condiciones que afectan su desarrollo y crecimiento. Según Hargrove, Tilicum en su hábitat natural podría haber llegado a los 60 o 70 años; en SeaWorld falleció con 35, por causas todavía por investigar.
No faltó el nostálgico que le dijo a Hargrove que con el último espectáculo de orcas ellas ya no saltarían más para nosotros, como si fuera su obligación hacerlo. La resistencia de los taurófilos (ese oxímoron tan único de la cultura iberoamericana) hace difícil que se dé un paso similar con las corridas de toros. De hecho parece que van a volver a Bogotá y Barcelona. Recuerdo esta crónica utópica de 2010 y es una pena pensar que Vargas Llosa morirá como taurófilo (y neoliberal) convencido, como tantos otros seres incapaces de anteponer la compasión a la crueldad. En esa crónica pensé que el accidente desafortunado de José Tomás tendría un efecto como el de Tilikum con Brancheau, pero qué va, el torero ya regresó al ruedo.
Al menos el doloroso caso de Tilikim con Brancheau es un cristal de cambio, como diría Canetti. No fueron en vano sus vidas y de ellas aprenderemos los humanos a entretenernos de otra manera.