Hacíamos una pequeña degustación de vino Castello Banfi en la enoteca Chez Moi de Pietrasanta. Un vino de aroma intenso, color púrpura profundo, cuerpo robusto y sabor elegante que perdura largo tiempo en el paladar.
Este pequeño placer se vio interrumpido por una niña que montaba bicicleta feliz en la plaza. Lo hacía mientras cantaba alguna obra aprendida en el coro de su escuela. Aquí sorprendí a mi inconsciente bajo los efectos del vino: «Leí en algún estudio que cantar ayuda a mantener el equilibrio, en especial cuando se aprende a montar en bicicleta», dije (o dijo). Traté de fijar el momento en que leí ese estudio y me llegó a la memoria el libro Singing in the brain, del profesor Erik Scherder (por cierto, muy superior a Musicofilia, de Oliver Sacks), pero igual no estaba seguro de que así fuera. Pensé que era otra broma de mi inconsciente, otro recuerdo inventado de esos que le gusta improvisar. Pero como para que no dudara del estudio, la niña dejó de cantar y justo perdió el equilibrio. Se cayó y empezó a llorar.
Ahí recordé otra remota trampa de mi inconsciente. Tenía cerca de 8 años y visitaba la casa de una prima, le habían regalado una bicicleta y le pedí que me la prestara para dar algunas vueltas en el barrio. Me la dieron con toda la confianza de que yo sabía montar bicicleta. No sabía, pero mi inconsciente me traía el recuerdo de que sí sabía.
Empecé a pedalear, me caí, me levanté y me preguntaba que cómo se me había podido olvidar. Así pasé tres horas, hasta que aprendí a hacerlo. Empecé a correr con gran confianza, pero igual me sentía aporreado por tantas caídas. Llegué completamente emparamado de sudor después de tantas vueltas a devolver la bicicleta. Años después, cuando aprendí que montar en bicicleta es de esas cosas que jamás se olvidan, no tuve duda de que había caído (literalmente) en una trampa del inconsciente.
La madre recogió a la niña y empezó a mimarla. El padre levantó la bicicleta y al poco rato estaba la niña cantando de nuevo y dándole vueltas a la plaza hasta que se marcharon de regreso a casa.
Terminamos la degustación y dejé esa charla conmigo mismo sobre las trampas del inconsciente en suspenso, hasta anoche, cuando volví a tener un sueño largo.
Estaba en Sevilla, frente a la catedral, y me entregaban un folleto con un festival de documentales que tendría lugar en el Alcázar y me fui caminado hacia allá. Había muy poca gente, casi todos conocidos entre sí, lo que me hizo pensar que eran familiares de los jóvenes organizadores y estaban allá apoyando la aventura de sus hijos o sobrinos. El plato fuerte era una película de Berlanga, cuyo título no recuerdo ahora.
Se trataba de una comedia donde habitantes representativos de un pueblo se reunían en la parroquia para tomar decisiones que afectarían su futuro. El párroco actuaba como mediador, mientras amigos de él, pintores, dibujaban en sus caballetes. «¿Pero qué puede saber Juanito, ese pobre pastor de ovejas?», increpaba alguien al párroco. «Le preguntaremos a Juanito sobre su experiencia con las ovejas, quizás nosotros también podemos aprender algo de ellas», anotaba conciliador el párroco.
A uno de los pintores se le cayó un libro con una foto del torso de Sofía Loren desnudo. Se miró con su otro amigo y ambos quedaron expectantes a la reacción del párroco. Este recogió el libro, le quitó el pincel a uno de los pintores, se lanzó sobre el lienzo y en cuestión de minutos recreó el cuadro de Dalí Retrato de Mae West que puede utilizarse como apartamento surrealista solo que con el rostro de Sofía Loren, quien al final movía los ojos de lado a lado para ver quién la observaba.
La película se interrumpió porque empezaron a caer goteras en el teatro. Nos pidieron disculpas y nos dijeron que por favor esperáramos a que vinieran a taparlas. A mí se me hacía tarde para regresar y preferí dejar la película sin terminar.
Al despertar me di cuenta de que se trataba de una película inédita de Berlanga porque nunca he visto una película suya. ¿O sí es de Berlanga y me estaba sucediendo como la historieta de aquel otro sueño?
Como para no dejar duda de su propia memoria, mi inconsciente también me proyectó las imágenes del asesinato de Kennedy, acompañadas por una pulla: «A los 46 años, Kennedy ya era presidente de los Estados Unidos». Por fortuna no fue el comentario más amable que recibí en mi cumpleaños.