Íbamos de viaje por la carretera cuando F vio una tortuga en la mitad del carril contrario. Se orilló en una bahía y se bajó a llevarla fuera de la carretera. En ese momento me atacó un instante filosófico que me hizo pensar sobre el tiempo en el psicoanálisis. Las personas están estancadas en un punto A, quieren moverse hacia un punto B, digamos que fuera de esa autovía en la que corren cierto peligro o donde pasa un camión de recuerdos y se las lleva o hace que permanezcan encerradas en su caparazón por horas, días, meses, años.
El psicoanalista es un testigo activo de esa escena: procura ayudarles a acopiar sus fuerzas para lograr el impulso que las motive a cambiar, a llegar a la otra orilla. Lo que F hizo sería mala praxis psicoanalítica: desplazó a la tortuga tres metros en menos de un segundo, lo que en su escala equivale a un cambio de su condición a la velocidad de la luz.
La terapeuta debe acompañar pacientemente a la tortuga, animarla en esos pequeños pasos al cambio. Máxime si se trata de esas que creen que nadie las conoce mejor que ellas mismas, o las que no saben ni de dónde vienen ni para dónde van, a las que quizás sería de más ayuda devolverlas a la orilla contraria de a la que creen que deben ir.
Una tortuga que sea llevada a su destino a una velocidad tan rápida podría tener una crisis de ansiedad al no haber tenido tiempo de asimilar su nueva situación, de haber pasado por sí misma el proceso de cambio. Ese camino lento simboliza también un despojo de los pasos andados y de la motivación para caminar nuevos, no se le puede privar de esa experiencia.
Justo en ese momento F tuvo que esperar a que pasara un camión enorme de 24 ruedas con doble remolque. «¡Justo a tiempo!», exclamó orgullosa cuando se subió al auto. Encendió el motor, retomamos la ruta y quedó atrás el instante filosófico.