Para el buen lector utópico con seguridad no pasó desapercibida la glosa de Mónica Ferrer a su trino sobre el Titanic: «Tampoco terminó bien». El tampoco hace referencia a un hecho anterior que también terminó mal. Esa nota con la pisca justa de humor negro le ha abierto toda una veta a mi imaginación.
1.
Empiezó por recordar unos cachos infames que me pusieron en un momento oscuro de mi vida.
Regresaba de vacaciones de Colombia, estaba en un cocktail y fui a sentarme con mi copa al lado de dos amigas de mi autora (para parafrasear a Ángela Vicario). No sé si el alcohol ya estaba surtiendo efecto pero llegué a saludarlas con una gran sonrisa que dejó cierto espacio al desconcierto cuando escuché que la una le decía a la otra: «La sonrisa que le va a quedar cuando se entere de lo que está sucediendo». Efectivamente, como no sabía lo que estaba sucediendo, no le di mayor importancia y charlamos como si nada.
Bastaron pocas horas para saber qué era lo que estaba sucediendo: a las tres de la mañana, mientras dormíamos ya en su casa, un hombre empezó a timbrar desesperado a la puerta. Ella me dijo: «Es un loco que anda suelto por el barrio, no le prestes atención». Pero entonces el loco empezó a golpear la puerta gritando su nombre: «¡Abre XX! Sé que estás ahí con otro, ¡puta!». Le dije: «Creo que el loco te conoce y me está llamando a mí el otro. ¿Quién es?». Empezó a llorar y me lo contó todo.
En condiciones normales habría seguido el consejo de Freud: El hombre sensato cuando es engañado empaca sus maletas y se va. Con un loco afuera que probablemente tendría un machete en la mano me pareció que lo más sensato era irme a dormir al sofá y confiar en que al amanecer se hubiese marchado o estuviera durmiendo tan profundo que no notará que iría a pasar encima de él.
Las amigas de mi autora me dan un espejo del comentario de Mónica: ven la instantánea y dicen no terminará bien tampoco –como tantas otras historias.
2.
Anoche volví a soñar con imágenes de una pasajera vestida de paño, con collar de perlas, pequeño arreglo floral en la solapa, guantes blancos y sombrero de corte eduardiano despidiéndose emocionada desde la cubierta del Titanic de todos los que la miraban desde el puerto. No acaba bien, es la frase que pronuncia mi inconsciente. Sentí que esa misma frase es la que hermana a un historiador, un biógrafo y un narrador literario: conocer, con una imagen del que entonces era el presente, el futuro de quien la protagoniza, y valga hacer la salvedad en el caso del escritor: no pocas veces es el personaje el que escoge su propio destino, para sorpresa del autor. Un puente que a la vez pulveriza cualquier ilusión sobre la predestinación. Vuelvo a la pregunta anterior: en un barco con 2.222 pasajeros, ¿alguien sinceramente cree que estaba predestinado a naufragar? ¿alguien cree que hay otro alguien que ya sabe cuál 68% de pasajeros es el que va a morir? ¿hay algo más ingenuo que un estudiante pidiendo de rodillas a Dios que mañana le vaya bien en su examen o que se mejore su abuelita en el hospital?
3.
El budismo también reconoce y nos invita a valernos del poder de la oración, de esa invocación a las fuerzas interiores para lograr un objetivo, cualquiera que sea. La gran ilusión es la que propagan las iglesias: reza con fuerza y convicción; Dios te escuchará y hará el milagro. Me parece más honesto y sensato reconocer la incertidumbre y el caos en el que vivimos, y las herramientas que hemos descubierto los seres humanos para aprender a navegar por él.
4.
Lulú, mi amiga gata de apenas 8 meses de vida, está embarazada. Ya camina bamboleando la cadera. Me pregunto si se pregunta qué le está pasando en su barriga, que crece sin explicación haciéndola cada vez más pesada. Sé cómo terminará su embarazo, ella ni lo sospecha. Sé que será madre, ella ni sabe qué es eso. Me siento casi como un terapista viendo las cargas de su paciente, que no sabe muy bien qué hacer con ellas, si podrá desprenderse de ellas algún día –salvo que la gracia del terapeuta es ayudar a cambiar ese destino. Con Lulú solo cabe esperar a que la naturaleza haga lo suyo. La levanto y recuesto en mi brazo, le acaricio el ombligo a la búsqueda de una señal de vida que todavía no se manifiesta. Será madre e instintivamente sabrá qué hacer con su cría.
5.
Me despido desde el puerto de embarque de la joven que no cabe en sí en la cubierta del Titanic y aletea frenética su brazo. Apenas me queda desearle que sea de las 304 mujeres que sobrevivieron y que incluso haya tenido descendencia para contarle su historia. ¿Cómo creer que esos 2.222 destinos estaban escritos en alguna parte? ¿Que existe algo o alguien que ya decidió su destino, al igual que la maternidad de Lulú?
Solo nos queda esa mirada del presente al pasado que ante semejante acontecimiento puede afirmar no termina bien, como tristemente pude decirlo también cuando revisé mis fotos de París y encontré a la Catedral de Notre Dame en algunas de ellas y, aún en medio de la incertidumbre de si algún viento del norte hará caer los frontones, pienso no terminó tan mal, todavía.