Me entero por el timeline de Mónica Ferrer que ayer, en 1912, zarpó el Titanic:
10-4-1912 El Titanic sale del puerto de Southampton con destino a Nueva York. Tampoco acaba bien. pic.twitter.com/KpEQx2mrcz
— monica ferrer falque (@FalqueMonica) April 10, 2019
En la noche me encontré también con esta imagen retocada por Marina Amaral del barco a color:
On this day in 1912: The Titanic set sail and began her maiden voyage. pic.twitter.com/DWRsPWWCul
— Marina Amaral (@marinamaral2) April 10, 2019
En mi imaginación empezaron a rodar los videos de los viajeros sonrientes y excitados de hacer parte de ese viaje histórico que los llevaría de Southampton a Nueva York. Pensé también en Vigilia del Almirante, una de mis novelas fetiche, que se abre con el almirante Cristóbal Colón a punto de ser colgado por un latente motín a bordo, estancado ya tres días en medio de un mar de algas, en ese viaje que creía que le llevaría del Puerto de Santa María hasta las Indias. Estoy leyendo también Herejes, de Leonardo Padura, que cuenta como el S. S. Saint Louis, con 900 judíos a bordo escapando de lo que se venía en Europa en 1939, estuvo fondeado frente al puerto de La Habana a la espera de los permisos del gobierno cubano para autorizar su desembarco. Estados Unidos tampoco los quiso recibir y el barco que partió del puerto de Hamburgo tuvo que regresar a él. La mayoría de sus ocupantes corrió el destino trágico de los judíos en la Alemania de Hitler.
Mi primer poema de infancia lo titulé Sin rumbo fijo; la historia de un barco que navegaba simplemente por el placer de viajar en el agua, sin saber o importar mucho su destino. Con los años le fijé un destino utópico, el viaje hacia la ciudad del horizonte, aquel espacio que quiero habitar, del que presiento su existencia y al que quiero llegar, al que veo allá, lejos, al final del horizonte. El poema, sin embargo, me recuerda que lo importante es el viaje, ya veremos qué tal el destino. Es un barco sencillo, sin la magnitud y solidez del Titanic, sin la tripulación numerosa de Colón. En Lepanto, donde hay una librería muy bella abierta hasta la medianoche, el librero se sorprendió de que viniera desde Colombia, le parecí un ser exótico. Me preguntó que cómo había llegado hasta Lepanto. «La verdad no lo tengo muy claro; salí hace más de 20 años a dar una vuelta por el barrio y ya voy por acá».
Ayer, también, vimos por primera vez la foto de un agujero negro. «¿Habrá algún pasaje de la Biblia que lo haya anticipado?», me pregunté. Probablemente ninguno, aunque con estas reinterpretaciones creativas de los creyentes nunca se sabe. Salimos a dar una vuelta por el universo, zarparon nuestros Titanics espaciales, y ahí hemos llegado. Dios es el fruto de la ansiedad del ser humano por no vivir en la incertidumbre, pienso ahora. Alguien a quien descargarle todo su peso, alguien que sabe mejor que nosotros qué va a suceder y a quien pedirle misericordia, que nos ayude durante el viaje.
En esta imagen se encuentran los pasajeros de primera clase del Titanic. Los veo desde la perspectiva de un escritor o un narrador. En ese viaje que es la escritura se tiene una vaga idea de esa ciudad del horizonte, el escritor puede ver cómo su ruta original se ve alterada irremediablemente por las andanzas de sus personajes: iba a las Indias y termina en las Américas. Otros tienen un camino muy bien trazado. Ven a la elegante y sobria dama que lee un libro de poemas y piensan: «Tengo otros planes para ti». Algunos sobrevivirán, muchos otros morirán en ese viaje. ¿Podemos creer entonces en la predestinación? ¿Dónde estaba escrito que sobrevivirá la dama pero todos los demás caballeros a su derecha están predestinados al naufragio?
A pesar de nuestros planes, este viaje tiene mucho de sin rumbo fijo. Llamamos predestinación a ese destino que desconocemos pero al que llegaremos cualquier día. Zarpó el Titanic y vemos como desaparece en el horizonte, con esa lluvia de guantes blancos diciendo adiós desde la cubierta, convencidos de que llegarán a Nueva York.