Del díptico El comprador refinado presentamos: Olfato cazafortunas

En mi primer viaje a Nederlandia la mamá de D. nos invitó a un evento y una reunión especiales. El evento era la feria anual de anticuarios en el castillo de Amerongen, a pocos metros de su casa. El ambiente, la disposición de los objetos, la forma de vestir de los asistentes dejaban en claro de que se trataba de un evento elitista. Me lancé a pasear por la muestra y encontré una pequeña biblioteca. Empecé a mirar los libros y me encontré una joya total: El tratado del buen uso del vino, de Rabelais. Lo abrí y decía que costaba "7". El sueño de todo librero es visitar una librería de viejo y encontrarse un tesoro así, casi regalado además. Sin ser un librero pensé que la vida me estaba regalando ese momento único.

Me sobreexcité y traté de preguntarle con toda la calma y naturalidad del mundo al anticuario si el "7" eran francos, libras, marcos o florines. Cuando vio el libro en mis manos casi le da un infarto. Estiró los dedos de las manos y tomó el libro con el pulgar y el índice como pinzas que recogen el tejido más delicado. “El libro no está en venta, es la edición príncipe. Lo traigo conmigo para ilustrar el valor y antigüedad de mi colección”, me dijo mientras lo devolvía a su lugar. Me sentí muy avergonzado. “Sin embargo”, haciendo gala de sus impecables dotes de vendedor y notando mi incomodidad, continuó: “veo que tiene un exquisito gusto para seleccionar obras. ¿De dónde viene?”. De Colombia. “¡Ah! Tengo magníficos clientes colombianos”.

En ese momento la mamá de D. intervino para decir: “Claro, los narcos”. “No, señora, el mejor viene de una familia con una fortuna de tercera generación”. Y no va a saber un anticuario apreciar de cuántas generaciones atrás viene una fortuna. “Pertenece a una familia ligada al mundo de la cerveza. A cada rato me pide pequeñas joyas para llevar de regalos a las fiestas que asiste de la aristocracia europea. Es un comprador refinado: siempre prima más el buen gusto que el costo de la joya, el límite que se impone está entre los 5 mil y 10 mil florines”. Yo, que opino que la plutocracia ha sido muy nociva para Colombia, me alegré de esa callada de Julio Mario a la mamá de D. Ella lo encajó con un hmm escéptico de labios apretados.

Mi lenguaje corporal se ajustó al de un comprador refinado, lástima que mi ropa no me ayudaba mucho a personificar a la perfección el rol. Igual el anticuario me preguntó que si tenía interés en alguna de sus joyas y le agradecí amablemente su ofrecimiento: “lo mío son los libros y la música, gracias. Si se anima a vender su libro, avíseme por favor”, le dije guiñándole el ojo. Él me correspondió con una sonrisa pero sin duda su olfato cazafortunas le aconsejó dejarme ir. Ni siquiera me pidió mi tarjeta. Menos mal, porque no llevaba ninguna.

La reunión fue más divertida aún: la mamá de D. me llevó a charlar con un banquero holandés que había trabajado en Argentina y hablaba español. Después de la breve charla en el estudio de su villa pasó a preguntarme por mi portafolio bursátil. Según la mamá de D. este sería un buen tema de conversación entre nosotros. “¿Mi portafolio de acciones?”. De no ser por ese rictus soberbio de banquero consumado me habría muerto de la risa frente a él. Decidí devolverle el chiste: “Es muy pequeño, solo está conformado por unas cuantas acciones que me regaló mi papá de una aerolínea comercial y una empresa cervecera. Con sinceridad, no creo que valgan más de mil florines”, le comenté. "Es más, creo que voy a cambiarlas para pagar el costo del transporte en Holanda durante este viaje". Ya éramos dos haciendo un esfuerzo por no desternillarnos de la risa. Por tercera vez en menos de tres horas el olfato cazafortunas me había dejado ir. Los lectores suspicaces ya sabrán a quién pertenece la tercera nariz. La relación con D. tenía los meses contados. Digamos que fue una forma elegante pero sobre todo realista de la mamá de ponerme en mi lugar.

Cantemos: