Poetas en Berlín

Ayer amanecí con el pálpito de que Messi anotaría un triplete histórico en la final de la UCL. Me senté a ver el partido como quien espera confirmar un milagro. No se dio, pero el Barça jugó un partidazo. Mi crónica utópica del triplete de Messi se vio remplazada por otra en la que vi una masa colectiva ansiosa de poesía, atenta a la magia del fútbol azulgrana, o a algún destello genial de Pirlo.

Un tío mío muy ingenioso se sigue riendo cuando dice que el fútbol son 22 pelotudos corriendo detrás de una pelota, lo que equivale a 45 pelotas en movimiento: «¡Qué espectáculo!». Curiosamente recuerdo el mismo chiste pero en otro contexto: el compañero de colegio de una amiga hacía su debut en el Concertgebouw y la invitó junto a su esposo y otra amiga. La amiga no pudo ir y me preguntó que si querría acompañarla. Le dije que por supuesto. El esposo de mi amiga, un exitoso empresario, me dijo con sorna antes de empezar el concierto: «Increíble que un flautista pueda hacer tanto dinero tocando un palito». Y, como era de esperarse, el palito lo durmió durante el concierto.

Por fortuna ya había jugado de niño mucho fútbol cuando escuché el comentario de mi tío, ya había visto videos del Brasil de Pelé y Rivelino, suficientes para saber que él no era capaz de apreciar que había mucho más en juego. Es de las cosas difíciles de aceptar: gente que no solo reniega sino que además desprecia la poesía. Quizás en parte esté ahí también el secreto de la (no) continuidad de Luis Enrique.

El partido de ayer terminó con un final extático, un gol en el minuto 93 de Neymar y desafortunadamente las cámaras no registraron si el árbitro dio el pitido final o si el partido sencillamente terminó de común acuerdo: no solo ganaba el mejor, ganaba la belleza también.