Equus, o el horror revisitado

Peter Shaffer, caminando con un amigo, comentaba el caso de un joven adolescente que había dejado ciegos a seis caballos cerca de Suffolk, en Inglaterra, en 1973. «¿Qué pudo llevar a ese joven a cometer ese crimen?», le preguntó el amigo. Shaffer prometió escribir una obra que sirviera como respuesta. El resultado fue Equus, una obra de teatro impactante que nos confronta con el sentido de la rehabilitación y el cambio a través de la terapia, del ejercicio por normalizar a una persona para que se adapte a la convivencia en sociedad: «¿No pierde su identidad el paciente al ajustarlo para que sea uno más del montón?», se pregunta el psiquiatra Martin Dysart, encargado de tratar al joven Alan Strang, cuyo apellido evidentemente es un juego de palabras con Strange.

Sidney Lumet llevó la obra al cine y nos dejó una película fuerte, en términos de impacto emocional, en esa confrontación con la locura inexplicable. Ya decía Erich Fromm que la principal tarea del ser humano es mantenerse cuerdo, y la historia del joven Alan Strang nos lleva a explorar las consecuencias de fallar en esa tarea.

Varios medios de comunicación en Colombia señalaron la similitud tipográfica entre algunos de los afiches de la película con el de los edificios Equus en Chapinero en Bogotá, a la que también habría que agregarle una de las más conocidas revistas dedicadas al mundo equino. De todas las cosas que se han mencionado de Rafael Uribe, el joven arquitecto que diseñó los edificios, no aparece su gusto por la equitación, luego es plausible pensar que efectivamente el nombre de los proyectos está relacionado con la película. (Sigue leyendo »»)

¡¡Qué sabroso!!

Máquina de escribir

Mucho se ha hablado de la tendencia que tenemos los latinos de asociar las experiencias placenteras, sexo incluido, con expresiones gastronómicas. Esta mañana, mientras me duchaba, escuchaba un set de Jimmy Sabater. Envidié su voz, la facilidad con que sube y baja de tonos, no por nada un álbum de Joe Cuba lo bautizó como “la voz de terciopelo”.
Seguía en el coro su versión de “Salchicha con huevo” y cuando Jimmy grita: “¡Qué sabroso!” me atacó un instante filosófico. Se me ocurrió la hipótesis de que el mayor aporte de la filosofía latinoamericana al mundo es la categoría del sabor, de la sabrosura (la salsa incluida) y que alcanza su cota superior cuando se puede gritar “¡¡Qué sabroso!!” como expresión de supremo gozo.
Vivir varios años en culturas que no conocen la expresión “Qué sabroso” es la mejor señal que tengo de que esta hipótesis debe ser trazada. Me gusta también su conexión con el alma, pues lo sabroso, la sabrosura, expresa sobre todo una experiencia sensible, lejos de los discursos de la razón, algo que ningún doctorado puede enseñar.
Como generalmente sucede, salí de la ducha y pasó el momento filosófico. Disfrutemos entonces ese reporte de fuego en el 23 de la voz de terciopelo:

Asia

Aún dentro de la excelsa discografía de Willie Colón, la canción Asia es excepcional por su estilo, al igual que Sevillana. El desarrollo del tema hacia la mitad de la canción toma un giro liberador increíble, el bailador se siente navegando en el mar de agua y viento hacia Asia.

LS le dio un punto a Deezer (y Napster) porque tenía esta canción, no Spotify ni Google Play.  Yo le doy más puntos a Youtube por traer las versiones en vivo y muchísimos más a LS porque su corazón vibra con esta canción, eso dice mucho de ella (por eso te amoro, ve).

Hoy en la serie Échale salsita traemos dos versiones de Asia, la original y una de las que interpreta ahora en vivo el maestro Colón, donde destaca la madurez de la voz de Colón, que le da mucho más sabor, la supresión de efectos superfluos y el corito dulzón, y más potencia en los vientos y la percusión. A atender el llamado de Asia, melómanos utópicos:

Versión original:

Versión en vivo (el sonido podría ser mucho mejor):

Deconstrucciones

Antes de que Derrida utilizara el término ya la humanidad deconstruía siglos atrás con la misma curiosidad con la que algunos niños deconstruyen su juguete para saber cómo funciona. Sin embargo, hay que reconocer que deconstruir suena mejor que desarmar y no hay por qué limitar su uso a conceptos. Me disculpo por este breve ataque filosófico, todo por compartir un par de experiencias deconstruccionistas que tuve hace poco y que no se limitan al espacio derridiano del término.

1.

Conocí a M., profesor de piano en el Conservatorio de su ciudad. Nos encontramos en casa de L, que orgullosa estrenaba su Petrof vertical, una auténtica joya hecha a mano, 6 meses para recibirlo. Le aconsejaron que invitara a varios intérpretes para soltarlo. M. empezó a improvisar sobre el piano, tocó Someday my prince will come con aire de Evans y desde entonces no paramos de conversar. Me regaló seis temas de Evans seguidos, una experiencia de exceso de belleza que todavía me pone los pelos de punta al recordarla. En agradecimiento por ese recital le regalé un CD con música de Janáček que él no conocía.

Salimos a pasear por la ciudad e intercambiábamos experiencias musicales. García Márquez contaba que la maldición de ser escritor es que había perdido la inocencia para leer: desarmaba (deconstruía) todo lo que leía para descubrir el mecanismo de relojería suiza que marcaba el ritmo de la obra. Me llamó la atención de que M. escuchaba música así: la deconstruía, el placer de la melodía se diluía en ese esfuerzo. (Sigue leyendo »»)