En mi primer viaje a Nederlandia la mamá de D. nos invitó a un evento y una reunión especiales. El evento era la feria anual de anticuarios en el castillo de Amerongen, a pocos metros de su casa. El ambiente, la disposición de los objetos, la forma de vestir de los asistentes dejaban en claro de que se trataba de un evento elitista. Me lancé a pasear por la muestra y encontré una pequeña biblioteca. Empecé a mirar los libros y me encontré una joya total: El tratado del buen uso del vino, de Rabelais. Lo abrí y decía que costaba "7". El sueño de todo librero es visitar una librería de viejo y encontrarse un tesoro así, casi regalado además. Sin ser un librero pensé que la vida me estaba regalando ese momento único.
Me sobreexcité y traté de preguntarle con toda la calma y naturalidad del mundo al anticuario si el "7" eran francos, libras, marcos o florines. Cuando vio el libro en mis manos casi le da un infarto. Estiró los dedos de las manos y tomó el libro con el pulgar y el índice como pinzas que recogen el tejido más delicado. “El libro no está en venta, es la edición príncipe. Lo traigo conmigo para ilustrar el valor y antigüedad de mi colección”, me dijo mientras lo devolvía a su lugar. Me sentí muy avergonzado. “Sin embargo”, haciendo gala de sus impecables dotes de vendedor y notando mi incomodidad, continuó: “veo que tiene un exquisito gusto para seleccionar obras. ¿De dónde viene?”. De Colombia. “¡Ah! Tengo magníficos clientes colombianos”.