Tuve una novia que me doblaba la edad. A pesar de estar muy feliz con ella me encontré sin esperarlo con el rechazo de muchas personas (amigos y familiares). Escuché también cualquier cantidad de chistes malos. Recuerdo incluso a un personaje que en un canal de Amsterdam, mientras veíamos a jóvenes pasar con sus faldas vaporosas en bicicleta, me decía que no había placer en la Tierra equiparable a acariciar el cuerpo de una mujer joven, de tetas paradas y culo firme. Era un hombre casado con una mujer espectacular y con dos hijas que entraban en la adolescencia. No comprendía que yo, a mis 29 años, renunciara a ese placer supremo por estar con una mujer mayor.
Me hizo reír. Hablaba de las tetas paradas y el culo firme como quien paladea el pernil de pollo asado de La Chispita, que a mí también me gusta, mucho. No llegó al límite de preguntarme por qué prefería una gallina vieja, como dicen también los cubanos. Para mí también era claro que no había punto en contarle que había escogido a mi pareja por ser la mujer que era, no por su edad.
Viajé mucho con ella y en todos los lugares donde nos encontramos con personas siempre había alguien que levantaba la ceja. En Barcelona, en uno de mis restaurantes preferidos, ya siendo amigos una señora nos observaba como una experta microbióloga ante la mutación del ébola. La miraba a ella, me miraba a mí, luego a ella, luego a mí. Me dio risa la impertinencia de la señora pero mi amiga se sintió incómoda. Peor aún, se sintió vieja. Me preguntó que si no me avergonzaba que me vieran con una mujer vieja. Apenas pude responderle que el día que esta experta microbióloga me regalara algo de lo que había vivido con ella, quizás ese día le pondría atención. Hasta entonces no era más que otra persona impertinente cuya opinión no tenía mayor valor para mí.
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