Vivía en Bogotá. Mi vecina T., de Barranquilla, me invitó una noche a ir a cine y luego a bailar: “Tu novia se fue y te quedaste muy solito, qué pecado”, me dijo. Es bien sabido, en Colombia no hay mejor afrodisiaco que tener novia.
Fuimos con T. a ver Titanic. Pidió una bolsa gigante de crispetas y les echó bastante sal. Si hay una app para saber cuándo ir al baño en una peli, debería también existir una app para decir cuándo agitar la bolsa de crispetas para no molestar a las demás personas en la sala. T. la sacudía en los momentos de más suspenso, quizás era un tic nervioso. La mejor parte fue cuando empezó a comentarme la película al oído, como se hace en el Caribe; yo trataba de responderle, a sabiendas de que en algún momento alguien nos iba a lanzar una crispeta para que nos calláramos. Cuando van a matar a Di Caprio, T. exclamó: “¡Lo va a matar!”, a lo que el vecino de silla le replicó: “¿Tú de verdad crees que lo va a matar?”. “¡Pero claro!”, le respondió ella y luego me susurró, en tono de burla, “¿qué tal la pregunta de este? No ha entendido nada de la película”. Hay que saber disfrutar las diferencias culturales para reírse por lado y lado: doble diversión.
Después fuimos a bailar. Sonó un merengue y T. propuso que asaltáramos la pista: le tomó tres segundos decirme que mejor me sentara y que ella bailaría para mí. Algunas personas pueden pensar que el comportamiento de T. fue arrogante. Para mí fue comprensible: ella era un Ferrari y sabía conducirse con un solo dedo en el timón. Yo bailo como bogotano: en bicicleta por una calle llena de huecos. Ella esperaba que yo supiera conducir un Ferrari, comprendí su decepción y humildemente disfruté de ver cómo bailaba de bien.
Cuando leí el titular de Unai Emery, entrenador del Sevilla, tuve que sonreírme: “Luis Enrique sabe conducir un Ferrari”. Solo quienes hemos estado sentados en un Ferrari comprendemos la agudeza y sensatez de su observación. Pero me temo que Luis Enrique, como yo, tampoco sabe conducir un Ferrari. Su sistema de rotaciones me recuerda la vez que presioné todos los botones de un Mercedes-Benz para descifrar cómo podía abrir la puerta del tanque de gasolina (para luego descubrir que se abre afuera manualmente); en el afán por hacer impredecible al Barça, ha terminado por formar un Frankenstein en cada partido que solamente él entiende. Esto, en un juego colectivo, no es un resultado plausible.
Duele ver a este Barça tan perdido: un Ferrari dando tumbos por la falta de pericia del conductor. Lástima que a diferencia de T., los jugadores no puedan decirle: “Siéntate acá y míranos jugar”. ¿Cómo no envidiarle ese excelente piloto que es Carlo Ancelotti al Madrid? Está sentado en un Hummer, pero lo hace parecer un Ferrari; ¿cómo sería conduciendo the Real Thing?