Cuando salimos a comer, F. me dice que soy poco aventurero a la hora de escoger un plato. Le sorprende que tenga platos fijos en los restaurantes que nos gustan. Si vamos al indonesio, pido tal plato, al italiano, tal otro, y así con los demás. «He armado con los restaurantes de la ciudad un gran menú, cuando quiero un plato sé a qué restaurante ir –le comento en mi defensa–. Así es como leo la prensa hoy en día también». He hecho mi propio Proyecto Bics con cada periódico que me gusta. Apenas son dos los periódicos que leo completos, a los demás llego directamente a mi sección favorita. Igual puedo decir de los programas de radio: son las posibilidades que nos ofrece hoy la tecnología. Más complejo e interesante aún: con la pandemia es posible hacer un pedido con platos de diferentes restaurantes a través de una app.
Pero no es una idea nueva. Debo recordar Dirección única, de Benjamin, esa forma de recorrer la ciudad dejándose sorprender por el chef del día o yendo a buscar ese rincón preferido. Ahora mismo siento nostalgia de la caminata para visitar la librería Buchholz de la 59, sería una buena ocasión también para visitar a I. Carlos Fuentes prometió una experiencia similar en su Geografía de la novela, un libro que pensé que haría el mapa de los grandes temas que recorre la literatura, con los escritores que los habitan. Él prefirió hacer un rolodex de la actual geografía con los escritores que habitan cada país. Carita triste.
En un café me encontré a un filósofo griego que estudia el lenguaje en las nuevas tecnologías. Le comenté cómo Borges había anticipado varios de los fenómenos que vivimos ahora. Escuchó con algo de atención y recurrió al lugar común de que era un excelente escritor “pero nunca escribió una novela”. He escuchado esto tantas veces y me parece un parámetro tan limitado para sopesar la obra de Borges. Fue entonces cuando pensé de nuevo en mi oficio particular de editor con las noticias del mundo, los programas de radio y la gastronomía de la ciudad. Me di cuenta de que Borges había anticipado la red de redes, que si hay un mapa de su obra ese debe ser Internet. Su símbolo podría ser el Atomium de Bruselas. No solo todo está interconectado en su obra sino que los caminos para llegar a los diferentes lugares que cubre son múltiples.
En El Congreso Borges trató de describirnos ese mapa de su obra, anticipando desde el principio que por pereza su testimonio quedaría incompleto. No podía ser de otra manera; es tan extenso. Aún para mí, humilde cronista utópico, me resulta una tarea más que utópica.
Pensemos tan solo en los nodos de la estructura, en los pasajes que pueden ser senderos que se bifurcan, laberintos recorridos por Cervantes, el minotauro e incontables personajes entre los que se incluye, como no, el lector mismo. Pueden ser una biblioteca, esa colección de objetos inanimados que solo cobran sentido cuando se les lee y se produce el hecho estético, como bellamente dijo Borges. Pueden ser viajes vertiginosos en el tiempo para decirnos al final del recorrido que todo está en el aleph.
Quizás sin saberlo, series como Dark o El ministerio del tiempo son deudoras de Borges, como The Matrix y su juego de los mundos paralelos. Todos están en ese mundo creado por el argentino. Una obra en expansión además, que sigue creando patrones invisibles para nosotros hasta que algo en el mundo exterior nos dice «yo ya había visto esto antes».
¿Qué es una novela al lado de esta obra borgeana? Como Zatoichi, Borges parece decirnos que, en verdad, los ciegos somos los otros.