A través de la frontera (2)

Termina el mes de la filosofía en Holanda. Son increíbles todos los recursos y escenarios que tienen los filósofos para ejercer su tarea. Revistas, cafés, tertulias, premios, eventos como el que ya llega a su fin por este año, un espectro que en suma le da mayor vitalidad a la sociedad holandesa.

Fui a la charla de Carolien van Bergen con el libro de A. para que lo firmara la autora. Cuando se lo entregué me preguntó que de dónde venía. Le respondí que de Colombia, y a pesar de su experiencia con viajes largos, le pareció que era una distancia considerable. “Todo empezó muy casual –le dije–: salí a darme una vuelta por el barrio hace más de 15 años y ya voy por acá”. Le alagó saber la influencia de su libro en A., y tuve que confesarle que desafortunadamente aún no lo había leído, pero sí el de Ruud Welten, Het ware leven is elders (La vida verdadera está en otra parte). Según la charla de Van Bergen, comparte ciertos temas con Welten, la pregunta por la naturaleza del viaje, la experiencia del turista, cómo asumieron sus viajes filósofos renombrados como Kant y Derrida, y las preguntas éticas sobre la actitud de los viajeros del Primer Mundo al Tercero. Muchos temas para intercambiar con ella.

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A través de la frontera (1)

Como desde hace ya varios años se celebra en Holanda en abril el mes de la filosofía. La mayoría de las librerías dedican sus mostradores y vitrinas a libros filosóficos. En esta ocasión el tema general es A través de la frontera (Over de grens). El plan era ir con A. al Café Filosófico de Haarlem (Filosofisch Café Haarlem) a escuchar la charla de la filósofa Carolien van Bergen, A través de la frontera: la filosofía de viaje, que también es el título del libro que publicó en 2005. A. quería aprovechar la oportunidad para que Van Bergen se lo firmara, pues la influyó (quizás demasiado) en los viajes que ha hecho después de leerlo. Un fragmento de la contraportada:

Al viajar se cruzan todas las fronteras. Eres otra persona, comes diferente, los demás te miran de otro modo. Experimentas cosas que no son normales para ti. Tomas conciencia de quién eres y de cómo estás en la vida. Descubres que puedes cambiar, que puedes desplazar tus fronteras.

Rara vez viajamos del todo sin prejuicios. Seguimos las huellas de peregrinos, aventureros o científicos. Es una tendencia que vuelve en el turista moderno: es el peregrino que se busca a sí mismo o el aventurero que quiere explorar el terreno desconocido.

Este fragmento me hizo pensar en Las voces de Marrakesh, de Canetti, uno de los libros fetiche con los que siempre viajo; logra de cierta manera abstraer la experiencia de Canetti en ese viaje por la ciudad marroquí. Creo que es a este libro que le debo mi sueño frecuente de levantarme en un hotel que no sé en dónde está pero que creo que es Marrakesh.

Le digo a A. que por eso prefiero la literatura a la filosofía: me gusta saborear la experiencia vivida; las malas novelas, las de laboratorio, son las que nacen de abstracciones sin mayor conexión con la experiencia del autor o autora. Pero me gustan las preguntas de Van Bergen, es innegable que cada viaje puede tener esa dimensión filosófica que menciona, ese viaje por la vida que no durará para la mayoría más de cien años.

Es fácil para Holanda cultivar viajeros: el país tan pequeño y plano invita a atravesar las fronteras. Son también viajeros muy bien preparados, saben observar y adaptarse a las nuevas circunstancias que encuentran. Estaban todos los ingredientes dados para una buena noche, salvo por Bruno… (Sigue leyendo »»)

Vientos de otoño

1.

Aparte de su recién estrenado cuarto piso, A. cumple también un año de estar yendo a una personal coach. Dejó a su psicoanalista cuando molesta por tantas sesiones en que ella no le decía nada le pidió algún diagnóstico para saber si la estaba entendiendo y no le gustó nada lo que escuchó: “El corazón de tu inmadurez es que no te tomas en serio”. Durante semanas A. estuvo discutiendo este diagnóstico con cuanto amigo se encontraba, le parecía increíble haber gastado tanto dinero para escuchar semejante sandez, que empeoraba cuando alguien le decía que su irascibilidad al recordarlo probablemente era una señal de que la psicoanalista había dado en el clavo: “Así funciona la resistencia”. Dicho esto, había que salir a correr.

Finalmente siguió el consejo de una amiga que le recomendó una cita con su coach para ver si podrían trabajar juntas. Hubo empatía y la verdad es que A. ha avanzado mucho en el manejo de sus ataques de ira. La clave, me dice, es que ha ido aprendiendo a relativizar las cosas: quizás lo que alguien le dice tiene un sentido diferente al que ella interpreta inicialmente. Ha aprendido a preguntar ¿qué quieres decir con eso? como herramienta para retrasar la chispa y estar abierta a una interpretación diferente a la suya.

Como parte de este ejercicio llegó a mi casa con cierta molestia. Pensé que estaba a punto de cambiar la teoría de la relatividad por la cuántica: “Cuánto me emputa ese tipilín”. Sólo esperaba no ser el causante de su disgusto. Al principio me sucedía eso: la notaba molesta y me preguntaba qué bestialidad habría dicho o hecho para que se pusiera así, hasta que con el tiempo aprendí que ella es de chispa rápida. Puso literalmente el motivo de su molestia sobre la mesa. El libro El intenso calor de la luna, de Gioconda Belli. “¿Lo has leído?”, me preguntó inquisitiva.

—No, ¿es una autora italiana?

—Es nicaragüense –respondió con tono de ira controlada.

—¿De verdad que no sabes nada del libro?

—Te juro que es la primera vez que lo veo en mi vida. Siento una pequeña molestia, ¿qué te disgusta del libro?

—No lo he leído tampoco, pero ya hice la quick review: se trata sobre la menopausia. ¿Puedes creerlo? (Sigue leyendo »»)

Educación cívica

Amanecí con el utópico alborotado. Todo por una discusión que no di anoche. Estaba en un evento sobre Construcción de la paz en Colombia. Empiezo con una breve digresión: Construcción de la paz parece ser una traducción de Peacemaker. Contaba Borges que su traductor al inglés le preguntó que cuál podría ser la traducción de El hacedor, que no daba con la palabra. Borges se sorprendió, pues le dijo que la palabra la había traducido precisamente del inglés: hacedor era maker. Quizás suena demasiado borgiano entonces decir Hacedores de paz, un toque literario que no estaría mal para una tarea utópica.

Prosigo. Un hombre protestaba indignado porque ahora había una cátedra de Educación para la paz en la cual le estaban enseñando a los niños y los jóvenes a convivir con las Farc, que qué descaro era ese. No alcanzó a decirlo pero sí dio a entender que Santos no estaba sentado en la mesa de negociación sino en cuatro y con ganas. Pensé que con ese imaginario erótico este hombre bien podría ser un cliente potencial de la Comunidad del anillo, más allá de sus represiones.

Alguien le respondió que era una cátedra lógica, pues de lo contrario cómo se podría lograr la convivencia en paz en Colombia si no se aceptaban múltiples puntos de vista, aunque esto ya debería de estar en las clases de educación cívica, de convivencia o como las llamen ahora. El hombre, irritado, preguntó abiertamente que para qué carajos servían las clases de educación cívica. Nueva digresión: F. me enseñó una expresión griega muy bella: No le sudan los oídos, para referirse a una persona que escucha sin irritarse o sobresaltarse aún si está siendo criticada severamente. Alguien que se mantiene cool (y ya escucho a A.: lo dicho, los griegos ya lo dijeron todo). Claro, tiene su gracia que sea algo para resaltar, porque la tendencia es que les suden los oídos a los griegos, como al locombiano enardecido en el evento. (Sigue leyendo »»)

Y usted, ¿qué opina?

Mientras J. se doraba en la playa me fui a caminar por uno de los pequeños muelles de Viareggio. Había muchos pescadores, probablemente ya pensionados que aún seguían cultivando su afición. Ubicado entre ellos, mirando al mar Tirreno, me pregunté qué estaba pescando yo. La respuesta llegó, como no, en forma de pescador pensionado de 1.60, corpulento, muy concentrado en la historia que espontáneamente me empezó a contar.

Parecía algo muy importante para él, no paraba de hablar y yo no encontraba la pequeña pausa que me permitiera decirle que no hablo italiano. Pensé que no me quedaba más remedio que escuchar su monólogo y permitirle que se desahogara, solo que no estaba preparado para la pregunta final: cosa na pensi? A lo que tuve que responder, inevitable: Scusa, ma io non parlo italiano.

El pescador me miró con cara de por qué no se lo dije antes, pero sin darle mucho más importancia se despidió y pasó a compartir su historia con oídos mejor preparados que los míos. Sin embargo, me gustó mucho el hecho de que un desconocido me contara una historia con la mayor de las familiaridades para terminar con la pregunta final: y usted, ¿qué opina? Era una forma muy original de conocer una nueva perspectiva sobre algo, preguntarle a un observador neutro. Nunca había hecho este experimento. Lo más similar fue formular una pregunta y lanzar las monedas para conocer la opinión del I Ching.

Recordé esta anécdota porque el jueves pasado, mientras F. hacía compras, me senté en una banca a ver la nieve caer. Después de cierto tiempo pensé que si se demoraba más terminaría convertido en un muñeco de nieve, irreconocible incluso para ella. En ese momento se sentó al otro lado del banco un hombre anciano, corpulento, apoyado en un bastón. Llevaba un sombrero elegante y me pregunté por qué nunca me ha gustado usar sombrero. El señor me pidió en español la hora. “Siete de la noche”, le respondí. “Se acabó el 2015. Mi esposa falleció el año pasado –me empezó a contar–, mi mejor amigo vive muy lejos, me he quedado en este país que no es mi patria y ahora no tengo energía para dejarlo, quizás debería hacer un último esfuerzo. Y usted, ¿qué opina?”.

Mientras él me contaba su historia yo lo miraba con asombro, pues su cara me resultaba cada vez más familiar. Escuché el eco de El otro de Borges y me entró pánico de preguntarle si también era colombiano. “Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos”, escribió Borges. “Si se queda sentado acá corre el riesgo de convertirse en un muñeco de nieve”, le respondí. Su sonrisa me resultó noble, como la de un hombre que recordaba que a él también le gustaba hacer chistes pero que no sabía en qué momento había perdido la facilidad para hacerlos. Me estremecí de nuevo. “Sería una buena excusa para evitar la cena de Año Nuevo a la que estoy invitado –comentó–, nunca he sido muy amigo de ellas, decir que me quedé sentado en un banco, me convertí en un muñeco de nieve y solo el sol de la mañana me permitió regresar a mi casa, pero creo que no me creerían”.

F. apareció con un montón de bolsas en la mano y me dijo que podíamos continuar. Le pregunté qué tanto había comprado y me dijo que me mostraría en casa: “¿Hay algo de última hora que quieras comprar? Ya casi van a cerrar todo”. La respuesta fue espontánea: “Sí, un sombrero”. Me quise despedir del anciano, pero ya se había marchado. “Hay una sombrerería maravillosa aquí cerca, vamos”. Me tomó del brazo y desaparecimos también bajo la nieve.