Retrato de Birdman como adolescente, versión chibchombiana

Hay un chiste malo que me divierte mucho. Cuando llego a un restaurante o una sala de cine semivacías, donde apenas hay una o dos personas sentadas, le digo al mesero o el acomodador que esas personas justo están sentadas en mi mesa o mi silla preferida, y le pregunto que si sería posible pedirles que cambiaran de lugar. Es un excelente medidor de aceite. La última vez en Colombia lo ensayé en un restaurante un poco lujoso en Chía. La mesera, una mujer joven, si acaso de 24 años, se sonrojó sin saber qué hacer. Nos pidió un momento y fue a consultarlo con su superior. No me lo creía. Generalmente paro el chiste a los dos minutos. La joven fue tan rápida que no me dio tiempo de hacerlo. Llegó con la respuesta esperada: “Qué pena con usted pero ya los clientes están comiendo, sin embargo les ofrecemos una entrada cortesía de la casa”. El lema en Colombia es que el cliente siempre tiene la razón y se trabaja con mucho esfuerzo para hacerlo sentir como un rey.

Es demasiado frecuente escuchar a estos clientes soberanos quejarse del servicio en Holanda, donde es todo lo opuesto al servilismo al que están malacostumbrados. Me gusta contar la anécdota del hijo de uno de los hombres más ricos de Holanda que trabajaba en el verano en las terrazas de Amsterdam. Lo importante para él era ganarse su propio dinero, no depender del padre. Uno de los presidentes del ING decía que desde los 15 años, cuando empezó a recoger periódicos y botellas en las casas de los vecinos, era independiente económicamente, no les pedía dinero a sus padres para sus gastos. Es decir que a uno en una terraza de Amsterdam lo puede atender un joven de familia millonaria y sin decir jamás usted no sabe quién soy yo.

Vi ayer el video del joven Nicolás Gaviria. He visto tantos jóvenes así que no tengo dudas de que es un tipo sociológico colombiano, sin distingo de región además. Lo curioso para mí es que esta vez a la sensación de vergüenza e indignación por su comportamiento, la siguió un ataque de risa. No sé si sea el efecto de Birdman, algo así como Retrato de Birdman como adolescente, versión chibchombiana.

Ahí estaba el joven Nicolás como un Clark Kent criollo que les dice a sus enemigos policías ustedes no saben quién soy yo, y para demostrar sus superpoderes anuncia que va a llamar al general Palomino para que teletransporte a estos igualados al Chocó o inducirlos a cometer suicidio por la afrenta que están cometiendo. Por si hay duda de su superioridad social, se da el lujo de dar collejas a un policía y golpes en el pecho a los dos agentes.

¿A dónde lleva esta superioridad? Es fácil imaginarse a Nicolás caminando en sus cincuenta o sesenta con ese hombre pájaro detrás de él recordándole su ustedes no saben quién soy yo. El joven Nicolás se paseó por todas las emisoras diciendo que quizás no actuó bien pero en el fondo tenía razón. ¿Se refería finalmente a esto González Iñarritu con su inesperada virtud de la ignorancia? ¿que ahora sabemos quién es Nicolás pero él mismo no lo sabe?

Hay que abonarle al joven Nicolás que dentro del uso de sus superpoderes no acudió a ese oxímoron tan colombiano de "usted a mí me respeta, hijueputa".

Amor en serio

De los regalos que le agradezco a la vida sobresale saber disfrutar la salsa. En El espejo enterrado, el ensayo de Carlos Fuentes sobre qué le ha aportado América Latina a la humanidad, menciona cuánto le debemos a la cultura africana los latinos, en especial por la música. Pero no dedica ningún capítulo al legado de la salsa. Quizás Fuentes pertenecía a los latinos a los que no les gusta. A los que nos apasiona solo nos queda agradecer el gusto por ella.

Esta introducción un poco pomposa se debe a un nuevo ataque de la serie cómo se compone un son. Hoy en la ducha me preguntaba cómo se compuso Amor en serio, una de las canciones más sabrosas y deliciosas para bailar. Entremos en materia:

Esta versión pertenece al álbum de 1978 From the Depth of My Brain, del grandísimo Fernando Luis Rosario Marín, más conocido como Willie Rosario o Mr. Afinque. En el coro se encuentran, nada más ni nada menos que Tony Vega, Bobby Concepción y Gilberto Santa Rosa, y con Junior Toledo como cantante principal acompañado por Guillo Rivera. Willie Rosario, como siempre, en los timbales. Existe una versión de 1977, de Santitos Colon con la orquesta de Tito Puente:

La versión que me fascina es la de Willie Rosario. Empieza con una introducción de 40 segundos por los metales que se repetirá al final para cerrar la canción. Luego entra la voz de Junior Toledo acompasada por el piano de Javier Fernández y la percusión con Rosario y Jimmy Morales en las congas. En 1:26 se funde la intro con la melodía para preparar el plato fuerte del coro de 1:50 a 1:56. Aquí los bailadores ya estamos en la luna, con un empuje sostenido de los metales, destacando el saxofón de Beto Tirado un minuto después. Luego, en 3:35 empieza uno de los solos de alambre dulce más exquisitos de la salsa interpretado por el tresero Justo Rivera, acompañado por el piano, Morales y el bongosero Mitchell Laboy. Entran de nuevo los metales, el coro y una improvisación sabrosa de Junior Toledo para preparar el final.

Si comparamos esta versión con la de Tito Puente y Santitos Colón creo que podríamos descubrir el ingrediente secreto: los arreglos de Bobby Valentín que le dan el ritmo al bajo de Carlos Roldán y es lo que, a mi parecer, marca más la diferencia entre las dos versiones. Lo que hace que uno vuele con Willie Rosario y no despegue con Tito así la canción sea la misma. Ni comparación además entre el solo en el piano eléctrico de Tito Puente con el del tres de Justo Rivera. Son apenas casi seis minutos, pero cuánto se puede gozar en ese tiempo. Lo dicho, una fortuna saber apreciar y disfrutar la salsa.

Bonus track:

 

Enigmas

1.

Después de que se aprende a hacer el pesto en casa es imposible volver a comprarlo enlatado en un supermercado. La excepción es el que compro en una trattoria cerca de casa donde lo preparan exquisito. Me divierte jugar a tratar de desencriptar la receta del chef. Lo que más me llama la atención de su receta es que siempre sabe igual. Después de volverme cliente fiel en algunos restaurantes puedo detectar si cambian el chef. Noto esto sobre todo en los de comida colombiana. Hay una cadena de restaurantes italianos que me gusta mucho y nunca la misma pasta o pizza saben igual. Incluso varía el sabor según el día. Seguramente la trattoria sigue la receta al pie de la letra, siempre con los mismos ingredientes.

Me he aferrado a una receta particular, pero la práctica imposibilidad de comprar la misma albahaca o queso parmesano hacen que –contrario a la trattoria— el pesto que preparo siempre sabe diferente. A veces, muy a veces, creo que he logrado desencriptar la receta de la trattoria; sé que la clave final está en los ingredientes. Me pregunto sobre la logística de las grandes multinacionales de alimentos para lograr que sus productos conserven siempre el mismo sabor.

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Saber conducir un Ferrari

Vivía en Bogotá. Mi vecina T., de Barranquilla, me invitó una noche a ir a cine y luego a bailar: “Tu novia se fue y te quedaste muy solito, qué pecado”, me dijo. Es bien sabido, en Colombia no hay mejor afrodisiaco que tener novia.

Fuimos con T. a ver Titanic. Pidió una bolsa gigante de crispetas y les echó bastante sal. Si hay una app para saber cuándo ir al baño en una peli, debería también existir una app para decir cuándo agitar la bolsa de crispetas para no molestar a las demás personas en la sala. T. la sacudía en los momentos de más suspenso, quizás era un tic nervioso. La mejor parte fue cuando empezó a comentarme la película al oído, como se hace en el Caribe; yo trataba de responderle, a sabiendas de que en algún momento alguien nos iba a lanzar una crispeta para que nos calláramos. Cuando van a matar a Di Caprio, T. exclamó: “¡Lo va a matar!”, a lo que el vecino de silla le replicó: “¿Tú de verdad crees que lo va a matar?”. “¡Pero claro!”, le respondió ella y luego me susurró, en tono de burla, “¿qué tal la pregunta de este? No ha entendido nada de la película”. Hay que saber disfrutar las diferencias culturales para reírse por lado y lado: doble diversión.

Después fuimos a bailar. Sonó un merengue y T. propuso que asaltáramos la pista: le tomó tres segundos decirme que mejor me sentara y que ella bailaría para mí. Algunas personas pueden pensar que el comportamiento de T. fue arrogante. Para mí fue comprensible: ella era un Ferrari y sabía conducirse con un solo dedo en el timón. Yo bailo como bogotano: en bicicleta por una calle llena de huecos. Ella esperaba que yo supiera conducir un Ferrari, comprendí su decepción y humildemente disfruté de ver cómo bailaba de bien.

Cuando leí el titular de Unai Emery, entrenador del Sevilla, tuve que sonreírme: “Luis Enrique sabe conducir un Ferrari”. Solo quienes hemos estado sentados en un Ferrari comprendemos la agudeza y sensatez de su observación. Pero me temo que Luis Enrique, como yo, tampoco sabe conducir un Ferrari. Su sistema de rotaciones me recuerda la vez que presioné todos los botones de un Mercedes-Benz para descifrar cómo podía abrir la puerta del tanque de gasolina (para luego descubrir que se abre afuera manualmente); en el afán por hacer impredecible al Barça, ha terminado por formar un Frankenstein en cada partido que solamente él entiende. Esto, en un juego colectivo, no es un resultado plausible.

Duele ver a este Barça tan perdido: un Ferrari dando tumbos por la falta de pericia del conductor. Lástima que a diferencia de T., los jugadores no puedan decirle: “Siéntate acá y míranos jugar”. ¿Cómo no envidiarle ese excelente piloto que es Carlo Ancelotti al Madrid? Está sentado en un Hummer, pero lo hace parecer un Ferrari; ¿cómo sería conduciendo the Real Thing?

Overblown, 2%

Leí que en el restaurante colombiano iban a celebrar la novena a las 7pm. Así que decidí pasar a las 9pm a comerme una arepita con carne desmechada. Una joven paisa de 16 años se lamentaba por su mala suerte: llegó a las 8pm y se perdió la novena. Para no dejarla desamparada en ese día de Navidad, decidieron rezarla de nuevo, justo en el intermedio del partido del Real Madrid contra San Lorenzo de Almagro. Menos mal que estaba malísimo.

Lo que me llamó la atención fue lo distante que era ese rito para mí ahora. Recordé diferentes novenas en las que participé de joven, pero ya fuera de Colombia, tomé una distancia insalvable con el catolicismo y sus derivados. Me sentí como un observador más en una mezquita viendo a los musulmánes rezándole a Alá. Ya no digo ni amén. Mi indeferencia fue evidente para quien guiaba la novena pues evitó pasármela para que leyera algún aparte. Pudo ser paranoia mía, pero ante los ojos de algún participante sería un ateo o el mismo anticristo. Lo de ateo no es enteramente cierto: creo en la existencia de dios en un 2%. Es un margen de error basado en el misterio del origen del universo.

Darme cuenta de esta indiferencia me hizo replantearme si iría a la cena de Navidad tradicional que organizan unos amigos. Sé desde hace muchos años que he asistido como quien va a una fiesta en la cual se come muy bien; si el niño nace o no me tiene sin cuidado. Llevo regalitos y experimento cierto placer culpable al ver a alguien pidiendo con el mayor de los fervores y los ojos cerrados algún milagro. Creyentes sanguijuelas los llamo yo. Después de la experiencia de la novena pensé que llegó el momento de cortar con mi participación farsante en la celebración de la Navidad. Decliné la invitación y viví la noche del 24 como cualquier otra. Un nuevo caso del señor Scrooge dirán algunos invitados.

Ese 2% en el que creo también está relacionado con las experiencias místicas que me ha dado la música. El Oratorio de Navidad de Bach me hipnotiza por completo, como también lo hace la música sufi, la india, la china y japonesa tradicionales. Todas ellas me inducen a estados de conciencia en los que me siento uno con el universo, experimento la disolución total del yo. De hecho, si mi invitaran a una novena donde van a escuchar el Oratorio de Navidad no tendría cómo decir que no (igual que de joven iba por la palabra mágica: novena bailable). Por estas experiencias creo en las teorías de los neurólogos que dicen que nuestro cerebro está cableado para estas vivencias místicas: puedo aceptar que sea el rincón de dios, lo conozco, lo vivo, lo disfruto.

La segunda sorpresa fue la irritación que me causó hoy que me llamaran a desearme feliz navidad y a preguntarme que qué tal mi celebración. Casi me animé a escribir un nuevo relato salvaje inspirado en el ingeniero bombita: "Mirá, vos sabés que no soy católico, dejate de boludeces conmigo, pibe. Llamá a felicitar a tu mamá, boludo". Pero me contuve y aclaré que me quedé descansando, sin energía para comer y pedir milagros hasta las 3 de la mañana. Hay que aprender a convivir con las diferencias.

Disolvámonos por el sendero abierto por Bach, feliz navidad para mis amigos y familiares creyentes: