En los últimos meses he sido bombardeado por libros y películas que hablan de separaciones. He sentido simpatía por la novela de Mónica Carrillo, La luz de Candela, que hace parte de esa nueva ola de chic-lit que se está dando en España, extendiendo el espectro hasta la antipatía que me causó Joseph Anton, de Salman Rushdie, donde habla de su desilusión con Padma Lakshmi, pasando por ese intento de separación frustrada de Gone Girl. También me crucé con El amanecer de un marido, de Héctor Abad, un conjunto de cuentos sobre las crisis de pareja, y la memoria de Valérie Trierweiler. Todas estas obras tienen un factor común: la quiebra o frustración de las expectativas. De paseo por Bruselas con mi sobrinita me encontré de nuevo con el síndrome de don Quijote como posible explicación de este mal.
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La broma (a la colombiana)
A. estaba indignadísima por la discriminación que sufrió la oncóloga colombiana condenada a 10 años de cárcel por envenenar a su colega-amante:
–Esto es indignante. Por un chiste pendejo sobre arreglar problemas a la colombiana no se puede condenar más a una persona, en especial cuando ha ayudado a tantas mujeres en la lucha contra el cáncer.
–Además que hoy en día eso de arreglar problemas a la colombiana tiene muchas variantes –comenté–. En ese sentido su mejor defensa es que el hombre sigue vivo. En España, cuando dices a la colombiana significa que primero le disparas a la persona y luego le preguntas que quién es.
Vergüenza nacional (y el origen de los utopistas)
Anoche conocí a una joven mexicana que me hizo una pregunta totalmente inesperada: “¿Alguna vez te has sentido avergonzado de ser colombiano?”. Le respondí espontáneamente que jamás y le pregunté que si a ella le había pasado, cosa que me sorprendería en gente tan nacionalista como la mexicana. Me respondió que sí, que sin querer sonar como una feminista extrema, el machismo la hacía avergonzarse de su país. “Ese machismo responsable de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y de las vendettas entre bandas de narcotraficantes en todo el país".
Le comenté que había varias cosas en Colombia de las cuales me avergonzaba, pero de ahí a renegar de ser colombiano mediaba una gran distancia. “Si tú conocieras a quien llaman en mi país El gran colombiano estarías más que avergonzada”. Ella muy seria continuó: “Lo nuestro no es de una persona. Es un problema tan arraigado en nuestra cultura que no puedo señalarlo como algo puntual sino como algo propio de la identidad mexicana”.
Divertimentos (¡oh, perdón!)
Tengo dificultades para escribir este texto, un problema de aproximación y enfoque. La imagen que acude a ayudarme es la de una tía de un amigo que cuando llegó a los 70 no podía controlar sus flatulencias. Si se reía mucho, se le escapaba un pedo. Ella aprendió a vivir con mucha gracia con este problema: cuando le sucedía, ponía ojos de sorprendida, se llevaba la mano a la boca, decía “¡Oh! ¡Perdón!”, y se reía de sí misma. Todos nos reíamos con ella. Por fortuna no era nada tóxico que nos obligara a desocupar el salón –y pensar que cuando se es joven la primera preocupación narcisista con la edad es la aparición de la primera cana, ese copito de las nieves del tiempo a las que les cantara Gardel.
Otra imagen fue el shock que me dio saber que Pau Casals había rescatado las Suites para cello solo de Bach (BWV 1007-1012) del olvido, pues llegó un momento en que la gente ya no escuchaba a Bach, creo recordar que incluso murió en el olvido. En ese momento pensé que era como que García Márquez muriera en el olvido. A quienes nos apasiona la historiografía estos son fenómenos muy llamativos, pues una cosa es contar el pasado, otra saber detectar los vectores y las fuerzas que mueven el presente, los que le darán forma al futuro: ¿cómo se hace invisible en el presente un inmortal como Bach?
Otra imagen es el deseo de eternidad (que no de inmortalidad), de que las cosas buenas duren siempre. Por ejemplo, a quienes nos gustó mucho Midnight in Paris casi que podemos decir con exactitud el momento en que sentimos que no queríamos que se acabara la película. Como esas películas que se viven en la vida cotidiana, esos momentos que no queremos que se acaben nunca.
Neblina
Esta mañana se accidentaron 150 autos en Zeeland, un choque masivo a causa de la niebla. Recordé a Philip Glass. Una pregunta que me visita con frecuencia es cómo se compone la música. En un concierto en el norte del país, en Groningen, Philip Glass contó que su proceso creativo se parecía mucho al camino en auto desde Amsterdam hasta Groningen: hay una tupida niebla al principio que luego se va abriendo para que aparezca la melodía. Según esta visión, el accidente de hoy fue puro Heavy Metal o una obra de Stockhausen.
Curiosamente llevo dos noches seguidas soñando con canciones que nunca había escuchado. Anteayer caí en cuenta, en pleno sueño, de que era una canción nueva y traté de concentrarme para recordarla en la mañana. No lo logré. Anoche soñé que Benny Moré cantaba un son de composición mía, una canción original que nunca le había escuchado antes. Por esas bromas del inconsciente, tampoco la recordé, solo la emoción de haber escuchado a Benny Moré en vivo.
Recordé entonces al Joe Arroyo. Él no sabía leer música. Cuando la melodía le llegaba, él la iba cantando y le decía a sus músicos qué deberían tocar. Si ya es alucinante que grandes músicos no leían o leen música, lo es más aún un compositor que tampoco lo sabe hacer y aún así logra hacer realidad sus composiciones. Pienso que la respuesta que mi inconsciente me sugiere es que la música nace así, en un momento de inspiración como una semilla.
Disfrutemos del Benny:
Y de una de esas delicias compuestas a oído del Joe: