La luz peligrosa

I.

De visita en el taller de Johan Suttorp, pintor y escultor de Delft, vi uno de sus cuadros y le dije que me recordaba la luz peligrosa en Bogotá.

"¿Cuál es esa luz?", me preguntó. Empecé a contarle: según la leyenda, hubo un tiempo en que en los cerros orientales de Bogotá vivían venados. En ciertos crepúsculos, en los que el sol se veía enorme y producía una luz anaranjada tirando a cobriza, los venados se quedaban hipnotizados mirando el atardecer. Se le llamó desde entonces el sol de los venados. Muchos poetas le han dedicado versos y hasta libros a ese sol. "La luz de este cuadro tuyo me recuerda ese sol de los venados, solo que en Bogotá lo absorbe todo la luz, es imposible ver el cielo azul". "¿Por eso se llama peligrosa, porque lo absorbe todo?". "Jaja, no, yo la llamo peligrosa porque si le das la espalda al sol verás que todo lo que ilumina se ve increíblemente hermoso. Serías capaz de enamorarte de la primera mujer que pasara a tu lado iluminada por esa luz, creerías que nunca en tu vida volverás a ver a una mujer tan hermosa; por eso la llamo peligrosa". Johan se rio, tomó una postal con el cuadro y me la regaló: "Toma, por la historia de esa luz peligrosa". Es uno de mis regalos de viaje preferidos.

II.

Como los venados, es casi imposible escapar de ese sol. Cuando se logra darle la espalda, la luz peligrosa espera. Me he enamorado muchas veces con esa luz; me ha hecho sentir que he encontrado el lugar para vivir de por vida. He hecho planes para quedarme en Lisboa, Tarifa, Pietra Santa, el Bósforo y Koufonissi. De seguro sentiría lo mismo en Okinawa; la bandera de Japón es la del sol naciente. He llegado hasta a pensar que son sabios los venados por no girarse y evitar estos pensamientos. Mejor contemplarla y seguir el camino en la noche. Quizás por eso hay tantas canciones dedicadas al amanecer, para conjurar sus efectos.

Disfrutemos de una inspirada en ese sol naciente japonés:

Tarde Donde Fidel

Decía García Márquez que los verdaderos amantes del cine son los que van solos a la función matutina, como parte de su vida y no en plan social acompañados como sucede con las funciones nocturnas. Algo similar podría decirse de Dónde Fidel: los verdaderos amantes de la salsa son los que lo visitan en la tarde, no en plan social como en la noche. Obviamente es una declaración provocadora y pronunciada antes de la era digital.

Ir a Donde Fidel en el mediodía cartagenero es una experiencia similar a ir a escuchar música en la sala Aurelio Arturo de la Biblioteca Nacional en Bogotá. Esta hora me la sugirió el DJ de Quiebra Canto en Cartagena. Como no había mucha gente, me animé a pedirle una canción para bailar con mi pareja: La Quinta Guajira, de la Orquesta Broadway:

“Ajá, te gusta la salsa sinfónica —me dijo—, tienes que ir a Donde Fidel al mediodía, estarás literalmente en tu salsa”. No conocía el lugar y me gustó esa sensación de que me abrían la puerta a un paraíso escondido en la ciudad. Como esos huecos underground de Bogotá donde se entra tocando una clave en la puerta sellada.

Llegué a Donde Fidel al mediodía. Sonaba Rompiendo el violín, de los Jóvenes del Hierro:

Tal como lo predijo el DJ me sentí en mi salsa de inmediato. Me sorprendió además ver que salvo el hombre detrás del bar todo el mundo estaba concentrado en la música. Como en la Aurelio Arturo. Pedí una Póker y me senté en la barra. Fue entonces cuando entró una mujer joven con un vestido de flores semitransparente que dejaba ver que no llevaba sostén. Se sentó muy seria, pidió una Corona y mientras se acomodaba escribía en su celular.

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El trauma de Lubitz (y la catarsis)

Florece el humor negro con los viajes en avión de Semana Santa: “Nos vemos allá, si el piloto no decide hacer un Lubitz”. Estaba sentado en la segunda fila del avión y me dediqué a observar qué hacían las personas apenas se subían al avión. Casi todas miraron a la cabina de vuelo. ¿Buscaban a los pilotos? ¿Contemplaban el espacio desde donde se podría jugar sus vidas? Estaba tan cansado que dormí todo el viaje y no pude fijarme cómo sería la dinámica de la tripulación cuando alguno de los capitanes quisiera ir al baño.

C. me escribe que llegó bien a Brasil luego de ver una película no muy relajante para el vuelo: Gravity. Le dije que menos mal no pasaron Relatos salvajes, una película que evidentemente jamás será presentada en un avión, mucho menos después de Lubitz. Ya muchos han señalado que quizás la película inspiró a Lubitz. Una injusticia, porque precisamente la película lo que hace es brindar una catarsis para todos los que tienen tantos resentimientos acumulados y han fantaseado con estrellar un avión con todas las personas que les han hecho daño. No fue el caso de Lubitz, que acabó con la vida de 149 personas de las que no sabía ni le habían hecho nada.

Pensé que nunca iría a escribir sobre Lubitz. Me dejó seco, sin palabras. Luego de tomar el vuelo me di cuenta de que estaba empezando a nacer una especie de trauma de Lubitz. La gente que le tenía miedo a volar, ahora le tendrá pánico. Soy de los que puede leer mientras el avión está despegando. Esta vez sentí desasosiego. Un amigo con miedo a volar me decía que el problema es que un avión es una bomba volando, “se llega a despresurizar y se acaba todo”. Ni me atrevo a preguntarle qué siente ahora.

Después descubrí un miedo más profundo a que el piloto fuera un kamikaze. Me encontré con el temor de insensibilizarse al punto de irse contra una montaña sin importar la vida de los demás, completamente ciego o incapaz de ver una mínima luz al final del túnel. Me da pánico esa respiración serena antes de semejante impacto. ¿Cómo se hace la catarsis de eso?

Pasajes de iniciación

Anoche preparé gomasio. Lo dispendioso es triturar el sésamo al final. Mientras lo hacía, recordé a LS, la amiga que me enseñó el gomasio. Fue novia de un tío mío alérgico a los compromisos. L. trató de construir una relación con él y, como era de esperarse, entre más se acercaba, él más apatía le tomaba. De manera inesperada fui yo el gran beneficiado de los regalos que L. le hizo a mi tío.

L. sufre de una enfermedad degenerativa heredada de su familia. Su expectativa de vida era de máximo 60 años. Para vencer esta enfermedad empezó a seguir el modo de vida macrobiótico. El gomasio es la sal que utilizan, entre muchas otras particularidades. L. nos enseñó a prepararlo y desde entonces sigo su receta: tuesto una cucharada de sal marina, luego la trituro con el mortero, tuesto 15 cucharadas de sésamo, luego lo trituro mientras lo mezclo con la sal marina pulverizada hasta que quedan fundidos en un polvo fino que los japoneses llaman gomasio.

L. le regalaba música a mi tío también. Cassettes de Kitaro e Isaio Tomita. Vinilos de Arvo Pärt y Steve Reich. Todos ellos me los pasó en su afán de repeler el compromiso con L. De cumpleaños L le regaló a mi hermana el libro del Dõ-In, que heredé y cuyos ejercicios matutinos sigo practicando. Fueron a la vez la puerta a la meditación.

Otro gran regalo de L. a mi tío fueron las Letters to a Young Poet, de Rilke en la cálida traducción de Stephen Mitchell. Es un libro pequeño diseñado con amplio espacio entre líneas, todo un objeto de arte. Le pedí a mi tío que me lo prestara para fotocopiarlo y me dijo que no, que lo perdería o lo iría a dañar. No tuve más opción que empezar a trascribirlo a mano. Cuando iba en la novena carta manuscrita, mi tío se conmovió y me dijo que me lo prestaba para copiarlo. Tiempo después lo encontré en edición de bolsillo y todavía lo guardo como uno de mis más queridos. Cuántas puertas a mundos entrañables me abrió L, auténticos pasajes de iniciación.

Como era de esperarse, la relación no prosperó. Fue una separación dramática, ella lo quería mucho. De esto hace ya más de 20 años. No volvimos a saber de ella. Anoche la pensé, qué será de su vida, qué sorpresas musicales podríamos compartir hoy en día. ¿Estará viva? Voy a buscarla. Mientras la encuentro (o no), disfrutemos de uno de sus regalos:

Utopian Sniper (1)

Tres veces intentaron reclutarme las fuerzas del orden. La primera fue antes de graduarme como bachiller, cuando me salvé del servicio militar obligatorio gracias a que de los 11 que presentamos excusa médica, 10 habían pagado por la libreta militar; yo fui la ñapa.

La segunda vez fue cuando fui a una entrevista de trabajo en el extinto DAS.

La tercera fue en Holanda. La empresa para la que trabajaba entonces organizó una salida con los empleados a uno de los centros de instrucción de la policía neerlandesa. Todo muy sofisticado, como era de esperarse. La primera demostración fue en el simulador de casos delictivos. Una sala con un proyector enorme y dos grupos de sillas con capacidad para 50 personas. El instructor que nos asignaron nos explicó la dinámica del ejercicio: en la pantalla se proyectarían situaciones delictivas (hurtos, asaltos a mano armada, etc.); los participantes seleccionados tendrían un arma que dispara un rayo láser para interactuar con la escena.

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