Me gradué como compositor de la Juilliard en Nueva York hace 15 años. Mis obras, musicalmente complejas, gozan de cierto prestigio entre los autores modernos. Este verano estoy invitado a siete festivales donde se estrenarán o interpretarán algunas de ellas. Ver mi nombre asociado con el de grandes compositores modernos es algo a lo que no me acostumbro todavía. Mi pieza más interpretada es una variación de Las cuatro estaciones de Vivaldi que compuse para el Kronos Quartet. De todas las experiencias musicales que he vivido hay una que me persigue desde hace algunos años. Desde hace cinco, para ser exacto.
Un colega y amigo colombiano, Rafael Hernández, me invitó a recorrer la costa Atlántica de su país para rescatar joyas perdidas. Empezamos el viaje en un pueblo llamado algo así como Capurganá. Recorrimos la Costa Caribe hasta llegar al norte de La Guajira. El primer día que llegué a Bogotá Rafael me llevó al sitio que sería la entrada a la aventura: la plaza de mercado de Paloquemao, si mal no recuerdo el nombre.
Jamás en mi vida había visto tal variedad de frutas y verduras. Rafael me había enviado fotos de unos buses conocidos como chivas en la costa, me dijo que serían nuestro medio de transporte. Me hizo reír la cantidad de corotos y colores que llevaban, el mismo festival de colores que veía en Paloquemao. Luego me invitó a probar la guanábana, una fruta verde gigante que parecía un erizo y de textura blanca en su interior. Cuando la probé sentí que estaba lamiendo el sexo de una mujer. De no ser por el sabor no hubiera sabido reconocer la diferencia. "No lo mastiques" me dijo Rafael cuando me comí un pedazo de aguacate, "se va a derretir en tu paladar". Así fue.