Deudas herméticas

1.

Llegué al I Ching por una referencia que encontré en un libro de Jung. Luego, para mi sorpresa, la edición que conseguí, la de Richard Wilhelm, traía un prólogo del psicoanalista suizo que me impresionó mucho. Básicamente Jung dialogaba con el I Ching.

Me volví un asiduo del oráculo, tanto que hice años después un programa con monedas virtuales para consultarlo (que he de actualizar pronto, es del año 98), aunque mi método preferido es la lectura con los 50 tallos de milenrama, que es más dispendiosa pero tiene la virtud de que propicia el estado de concentración necesario para escuchar mejor el resultado.

En unas vacaciones de mitad de año trabajé como obrero para mis tías que se dedicaban al diseño de jardines. En los momentos de reposo, en medio de la naturaleza, me asombraba de ver las imágenes del libro a mi alrededor. Sentía que había sido escrito a partir de la experiencia humana, de la lectura sabia de la naturaleza. Recordemos que uno de sus prodigios es que su sistema de Yin y Yang fue el que inspiró a Leibniz para establecer el sistema binario, el mismo que está en la raíz de nuestra era digital: la representación de la realidad en unos y ceros. (Sigue leyendo »»)

El flautista de Hamelin, v. 2.0

Ayer, mientras iba en el tren, fui testigo de la conversación más extraña entre padre e hijo que he escuchado hasta ahora. Leían juntos El flautista de Hamelin. Al niño le parecía mágico el don del flautista, hasta que se empezaron a ahogar los ratones en el río: «¡Qué muerte más cruel!», dijo con los ojos abiertos. Quizás el padre para prepararlo un poco para la escena más cruel que venía en el cuento decidió contarle la historia del pueblo donde encerraron a todos los ratones en un contenedor en altamar para que después de un tiempo empezaran a comerse entre ellos mismos.

El niño no podía creer lo que estaba escuchando. Yo tampoco: «¿Qué papá loco es este?». La historia es tan fuerte que incluso fue utilizada en la película Skyfall de James Bond, contada por Bardem; sospecho que de ahí la tomó. Al final le preguntó al niño que si él fuera uno de esos ratones en el contenedor cómo haría para ser el ganador.

El niño seguía desconcertado hasta que preguntó: «¿Y qué pasa con el ganador cuando ya no hay más ratones para comer?». Tomó por completo desprevenido al padre, que parecía creer que lo más importante de la historia era ser el vencedor al final. Siguió: «Solo le queda lamer huesos de muertos hasta que muera de hambre o de alguna infección». Era una conversación escatológica en todas las acepciones de la palabra. (Sigue leyendo »»)

Exilios

En mi segundo viaje a Praga traté de hacer un recorrido por la ciudad de infancia y juventud de Rilke que, como describen varios biógrafos, no fueron años felices. En especial por el divorcio de sus padres y el empecinamiento de la madre en tratarlo como a una niña, vistiéndolo con faldas, quién sabe si con hebilla rosada en la cabeza también en recuerdo de la hija que había perdido. Luego pasó por la Academia Militar hasta que cinco años después la abandonó por motivos de salud para irse a estudiar a Munich, con la tensión familiar de seguir una carrera militar, como querría el padre, o una dedicada a la poesía, como lo apoyaba la madre. Ya casi no volvería a Praga. Solo hasta hace un lustro se levantó un busto para recordarlo en la escuela donde estudió de niño. Fui a conocerla.

Hay algo en la mirada y el lenguaje corporal de los colombianos que nos permite identificarnos en el extranjero aun sin hablar. Apenas llegaba a ver el busto en la pared vi a una mujer joven que estaba casi seguro de que era colombiana parada frente a ella. «Menos mal está haciendo sol», le dije. «Y aun así estoy congelada», me respondió, sorprendida porque un extraño le hablara en español. «¿De Cartagena o Barranquilla?», le pregunté, si bien no identificaba plenamente el acento. «Barranquilla, ¿cómo sabías que era colombiana?». Y empezamos a charlar. «De milagro funciona aquí una escuela todavía y no un banco», comentó ella, haciendo referencia a que otros lugares significativos de la vida de Rilke eran ahora sedes bancarias, como la casa donde nació o la mansión de su abuelo materno. «Conoces muy bien su vida», le dije. «Estoy terminando mi doctorado en literatura y escogí a Praga y algunos de sus escritores más representativos, Kafka, Rilke, Kundera, como narradores de la ciudad», me contó. (Sigue leyendo »»)

Deconstrucciones

Antes de que Derrida utilizara el término ya la humanidad deconstruía siglos atrás con la misma curiosidad con la que algunos niños deconstruyen su juguete para saber cómo funciona. Sin embargo, hay que reconocer que deconstruir suena mejor que desarmar y no hay por qué limitar su uso a conceptos. Me disculpo por este breve ataque filosófico, todo por compartir un par de experiencias deconstruccionistas que tuve hace poco y que no se limitan al espacio derridiano del término.

1.

Conocí a M., profesor de piano en el Conservatorio de su ciudad. Nos encontramos en casa de L, que orgullosa estrenaba su Petrof vertical, una auténtica joya hecha a mano, 6 meses para recibirlo. Le aconsejaron que invitara a varios intérpretes para soltarlo. M. empezó a improvisar sobre el piano, tocó Someday my prince will come con aire de Evans y desde entonces no paramos de conversar. Me regaló seis temas de Evans seguidos, una experiencia de exceso de belleza que todavía me pone los pelos de punta al recordarla. En agradecimiento por ese recital le regalé un CD con música de Janáček que él no conocía.

Salimos a pasear por la ciudad e intercambiábamos experiencias musicales. García Márquez contaba que la maldición de ser escritor es que había perdido la inocencia para leer: desarmaba (deconstruía) todo lo que leía para descubrir el mecanismo de relojería suiza que marcaba el ritmo de la obra. Me llamó la atención de que M. escuchaba música así: la deconstruía, el placer de la melodía se diluía en ese esfuerzo. (Sigue leyendo »»)

La ciudad de K.

De visita en Praga seguí la guía de Kafka en la ciudad. Empecé por el parque Chotek, muy cerca de donde me estaba alojando. Muy bien cuidado, con trazos amables para los paseantes, vi una clase de Tai-Chi con 50 personas de todas las edades, guiados por un sabio maestro chino. ¿Cómo sé que era un sabio? Bastaba con verlo. Kafka visitaba este parque en sus caminatas, le gustaba también para ir a leer. Quizás fue aquí donde se inspiró para escribir La verdad sobre Sancho Panza (cuento mítico en esta humilde bitácora utópica): su hermana Ottla tenía en alquiler una casa en la entrada del parque en el complejo del Castillo de Praga, donde se sabe que Kafka escribía en las tardes y noches en 1917, año en el que nos regaló esa joya espiritual. Me pregunté si el sabio chino venía de los descendientes que despertaron el interés de Kafka por la sinología, a lo mejor, quién sabe…

Primera página de la "Carta al padre"

Primera página de la «Carta al padre»

Seguí al museo dedicado a él. Había leído sobre la exhibición permanente La ciudad de K. Franz Kafka y Praga, donde los curadores nos muestran esa relación simbiótica entre el autor y su ciudad. Lo que no esperaba era encontrar de entrada el manuscrito de su Carta al padre (1919), uno de los textos más brutales de la literatura europea. Sin ser calígrafo, me sorprendió el trazo formal con el que empezó a escribirla. Me recordó mis notas al padre de cuando era niño. También, que a pesar de su consabida pulcritud, se permitiera tachones en su manuscrito. El espacio entre las líneas contribuye a dicha formalidad, que contrasta con otras páginas de sus diarios, por ejemplo, que se encuentran también en exhibición. A mí me alteró por completo la visita al museo. (Sigue leyendo »»)