Conocí a Jay J. (JJ) en un jamsession en el bar Hoppe, en Amsterdam, un par de años después de la caída de las Torres Gemelas, en plena fiebre antiterrorista estadounidense. Me preguntó que de dónde era yo, «¡Ah, Colombia, la tierra de Borges!». Me hizo sonreír, una asociación mucho más original que la de «Pablo Escobar», «Cali Cartel» o «Cocaine». «Borges es argentino, pero sabía muy bien que ser colombiano es un acto de fe». «Oh, sí, leí eso en un cuento». No esperaba hablar con un gringo de Borges esa noche, pero me contó una versión actualizada de La biblioteca de Babel que hoy ya tiene pleno sentido.
–Imagina una biblioteca donde están archivados todos los e-mails del mundo. Incluyendo los drafts que no se envían o los correos borrados –dijo JJ con gran fascinación.
–Existe, es la biblioteca de Babel. Aunque Borges jamás envió un e-mail, su biblioteca contiene también todos los emilios escritos y por escribir de la humanidad –anoté yo, mientras acompañaba un maní con un poco de ginebra añeja. Su mirada me dio a entender que no estaba dispuesto a ser outsmarted por un colombiano en Amsterdam.
–De acuerdo, lo que quiero decirte es que esa biblioteca existe y la tenemos nosotros –. JJ bebió su copa y la puso con fuerza sobre la mesa, como quien vence en una competencia de fondo blanco con un escorpión sobre la mano.
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