De niño me causaba mucha curiosidad descubrir el origen de los chistes. En mi familia paterna se celebraba siempre el apunte, que en bogotano se define como una salida cómica e ingeniosa. Era común que en las charlas familiares se mencionara un apunte, o que en las telefónicas mi papá se despidiera —mucho antes que Steve Jobs— con un “ah, antes de despedirnos, un apunte”. ¿De dónde vendrían los apuntes?
Alguna vez pensé que de la improvisación: si empezaba a contar un cuento inventado, de pronto en algún momento aparecería un apunte. Así que en una visita dominical a mi abuelo paterno me animé a compartir un apunte. Empecé a contar una historia de un incendio y los bomberos que pasaban por cualquier cantidad de percances, tantos que cuando llegaban a apagar el incendio este ya había terminado. Mi familia se cansó a la mitad de la lista de los percances, el niño no iba a ninguna parte, y decidieron todos sincronizarse con mi abuelo para terminar la historia con una sonora carcajada y sacarme del apuro. En mi honestidad infantil no comprendía por qué se reían si ni siquiera había terminado el chiste y el apunte no había aparecido por ningún lado, me había mamado gallo.
Si en mi familia bogotana con su sobria compostura se celebraba el apunte, en mi familia materna paisa lo que contaba era el chiste que producía carcajadas estruendosas. Antes de que llegara el anglicismo del Stand-up comedy ya se celebraban por todo el país los chistes de Montecristo y la Nena Jiménez, entre otros. Recuerdo ferias de pueblo donde vi los primeros culebreros y a artistas callejeros que montaban números completos escenificando Yo soy el aventurero, de Antonio Aguilar:
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