Uno de los sueños que más recuerdo es aquel en el que me levanto vestido, con la maleta sin desempacar, en un hotel con paredes de cemento blancas, una ventana abierta por donde entra el sol de la mañana y el ruido vibrante de la ciudad afuera. No sé en dónde estoy, pero intuyo que es Marrakech. Ayer me despertó el sol de la mañana en la playa, vestido, vagamente recordando dónde estaba. No había ruido, solo el susurro de las olas. Miré alrededor y vi muchos más cuerpos desperdigados durmiendo aún. Parecíamos los sobrevivientes de un naufragio. Miré al mar y allí estaba el yate donde creo que estuve de fiesta la noche anterior, pero tampoco recordaba cómo me subí y mucho menos cómo me bajé de él. Traté de hacer memoria y vi las luces multicolores de la discoteca del yate, las mujeres en bikinis o vestidos cortos con vasos de champaña o cocktails en la mano, todo había sido un gran exceso.
Empecé a caminar en dirección a mi hotel. Vi a una mujer joven durmiendo apenas en monokini y con la piel erizada. Me quité la camisa y la cubrí con ella. “Oh sorpresa, un caballero” escuché a lo lejos. Lo dijo un hombre vestido de blanco y recién bañado sentado al desayuno en una terraza. Escasamente podía abrir los ojos para verlo. Me hizo un gesto para acercarme y me invitó a desayunar con él. “Una noche salvaje, supongo —dijo él— qué cantidad de cuerpos”. Conté rápidamente unos veinte cuerpos. “Estuvo un poquito fuerte”, asentí.
“No se sabe con exactitud en dónde vivían los lotófagos que se encontró Odiseo, pero desde hace muchos años estoy convencido de que vivían aquí”, comentó él mientras me servía un jugo de naranja fresco. Sin hacer mención a los lotófagos, el amigo que me recomendó visitar Ios sí me había dicho que el riesgo era no querer volver a salir de la isla. Caí en cuenta de que la fiesta era el loto.
“Yo lo veo muy a gusto aquí, ¿es usted un lotófago?”, le pregunté mientras saboreaba una rica tostada con mermelada. Me contó cómo había llegado a Ios hacía veinte años, tiempo en el cual había olvidado de dónde venía o para dónde iba. Se había convertido en un lotófago más: “Ahora sé que esta es mi patria”. Me dio a probar un pan que bien podría ser mi loto en Grecia: estaba exquisito, nada que ver con el pan que se come en Atenas.
—¿Pero cómo ha sobrevivido usted a la fiesta?
—Ya son muchos años aquí. La fiesta me sigue alimentando, pero de otra manera: compré el yate en el que usted estuvo de fiesta anoche y de él vivo —y soltó una sonora carcajada—. Me costó mucho tiempo crear una rutina de vida que no estuviera dominada por ella, fui uno más de estos cuerpos tirados en la playa, por muchos muchos años. Apareció la oportunidad de comprar el yate, una ganga. Me puse a restaurarlo y ese fue mi punto de cambio.
Lo interrumpió el gemido de una mujer en la playa. Un orgasmo gutural seguramente producido por la doble penetración de los hombres con que estaba tirando. El hombre continuó.
—Desayunar aquí es para mí una forma de experiencia contemplativa. Me recuerda de dónde vine y adonde he llegado. Me ayuda a apreciarlo cada día.
–¿No ha sentido que quiere continuar su camino entonces?
–Ya se lo dije, ya he llegado. Igual, mi yate está listo para zarpar en cualquier momento, y puede llegar muy lejos, se lo aseguro.
Le pedí que por favor me dejara tomar otro jugo de naranja y continué mi camino al hotel. Al pensar sobre lo que me había contado me estremeció la idea de imaginar que fue este hombre el que nos había traído dormidos y nos había abandonado en la playa para desocupar su yate y así abrir espacio para nuevos clientes.
Empecé a planear mi escape de Ios. Llevaba ya diez días de fiesta sin parar, casi todos los días había vivido el éxtasis infinito, pero me sentía tan reseco esa mañana que temí que no iba a sobrevivir a la vida en la isla. El paso siguiente era recoger mi morral y seguir mi camino a Utópica.
Entré en la habitación y me encontré a Joanna y Annie durmiendo en mi cama. Había llegado con ellas en el barco a Ios y rápidamente nos hicimos compañeros de viaje. Joanna me vio y me dijo: “Ven acá” y abrió un espacio entre ella y Annie. Me dio un beso que me hizo olvidar de mi plan original. Annie se despertó y sin siquiera decirme buenos días me desnudó y empezó a darme su versión muy placentera de los buenos días. Joanna apretaba su cuerpo contra el mío, su piel era preciosa, no podía despegarme de sus labios, como Annie tampoco podía despegarse de mí. Sentí que no quería abandonar Ios, que todo lo demás se podía ir al traste. Me pregunté que si quería aprender a vivir en Ios como el hombre que recién había conocido. Esto me asustó.
Joanna alcanzó a ver el temor en mis ojos y se sentó sobre mi cara, llevando su sexo a mi boca. Annie empezó a cabalgarme. Joanna llevó mis manos a sus senos y perdí el último rezago de conciencia que me quedaba.
Cuando volví a abrir los ojos vi que se acercaba el atardecer. Si no me apresuraba perdería el último barco a Naxos. Vi también los labios de Joanna entreabiertos, su piel empezaba a llamarme de nuevo. Tenía que resistir. Me giré lentamente para ver si Annie también estaba dormida. Me deslicé fuera de la cama con el mayor de los cuidados. Si Annie se despertaba y me daba las buenas tardes estaría perdido –otra vez.
Tomé mi morral y mi último esfuerzo fue no besar los pies de Joanna, ni hablar de su boca, abandonar la idea de llevarme el recuerdo de su piel en los labios. No fue nada fácil. Terminé de vestirme camino al puerto y compré el último pasaje disponible a Naxos. Había otro para Serifos, pero sin tener referencias de la isla preferí no arriesgarme a una nueva trampa como Ios. Opté por lo seguro: barco a Naxos y de ahí a mi refugio en Koufonissi, a recuperarme de mi breve encuentro con los lotófagos.