Un amigo que trabaja en Google X me contaba que el origen real de las Google Glass fue la frustración de Sergey Brin cuando asistió a una cena benéfica en el MET y no sabía quiénes eran muchas de las personas invitadas. Muchos de ellos se reconocían entre sí, él estaba un poco nervioso e identificó a muy pocos asistentes. “Debería tener una pantalla auxiliar que me dé información sobre la persona que estoy viendo” fue lo que pensó y así empezó Google Glass.
—Ahora, ¿qué significa información para Brin? –le pregunté a mi amigo.
—Jaja, muy buena pregunta. Si te contara todo fliparías aquí mismo.
—Ensaya un poquito a ver.
—Como ya te habrás imaginado, los resultados en Google no son los mismos si eres tú o si estás registrado como Sergey Brin. Lo que tu ves no es nada más que la punta del iceberg. Sergey ve sobre todo mapas de información.
—¿Qué tipo de mapas?
—Internet es casi infinito pero los seres humanos somos personas de hábitos: teniendo trillones de páginas al alcance de un click, terminamos visitando en promedio treinta páginas con regularidad. Si Sergey se encontrara contigo vería en su Glass tu mapa de navegación en Internet y qué noticias leíste hoy, entre muchas otras cosas. Y gracias a la app de Google Maps, tu mapa de navegación en el mundo real. Solo para empezar.
—Con esa información, él podría ser John Malkovich: carga su mapa de navegación de Nueva York y pasea por la ciudad como si fuera él. De pronto hasta se lo encuentra.
—Así es, aunque no es ningún de pronto se lo encuentra. Si tiene el celular prendido, sabe en tiempo real dónde está.
—Asustador.
—Es uno de los ejercicios preferidos con Google Street View: cargas el mapa de Llinás por ejemplo y ves NY a través de sus ojos.
—Y pensar en la aventura de Vila-Matas siguiendo a Paul Auster en Brooklyn…
—Podemos hacerlo cualquier día. Lo más romántico es cuando su mapa se cruza con el de Siri, jaja. A mí me divierte mucho el de Oliver Sacks, aunque ya se le nota la edad. Pero lleva más allá el ser John Malkovich. Cuando Sergey camina por Manhattan puede ver quiénes están en los edificios en ese momento. Ahí se activan otros mapas: puede ver quiénes son las personas más influyentes, los empresarios poderosos, los científicos más reconocidos, puede incluso ver cuántos premios Nobel hay a su alrededor en ese instante.
—¿Por eso ensayaba las gafas en el subway?
—Es el mejor laboratorio de pruebas que existe. No te imaginas la cantidad de gente interesante que te puedes encontrar en él, es fascinante. Pero Sergey no solamente ve esto, también tiene a su disposición un mapa de afinidades. El peligro más grande para él sería encontrarse a una mujer con una afinidad superior al 80%. Y en Nueva York sí que las hay.
—Me imagino que no querrá desprenderse de las gafas.
—Por supuesto, lleva varios pares consigo por si se queda sin batería. Pero hubo un punto en que casi lo perdimos, estaba totalmente atrapado por la realidad aumentada. Larry nos dio la orden de pasarle los resultados de las estadísticas genéticas que Sergey había encargado. Darle un shock con su salud fue lo único que hizo que saliera de Nueva York, de lo contrario se habría quedado quien sabe por cuántos años. La muerte por infoxificación es el riesgo más grande de las Glass. Si la gente tuviera acceso a lo que puede ver Sergey, el mundo colapsaría. No es una exageración.
—Te creo. Lo admito, estoy perplejo.
—Te lo advertí. Camina nos damos una vuelta por Soho a lo Gay Talese, un clásico.
Si le hubiera contado esta historia ayer a María me habría dicho que Nueva York es una de las grandes ciudades de los lotófagos hoy en día.
Después de la charla con mi amigo opté por caminar por la ciudad de la manera más desprevenida posible, eso de la infoxificación sonaba delicado. Estaba cerca de Barnes & Noble y decidí darme una vuelta a sabiendas del riesgo de perderme por horas y terminar infoxificado. Hay lotos en esta ciudad por todas partes.
Empecé por la sección de biografías y una joven librera se acercó a ayudarme. Le pregunté qué novedades tenía y muy entusiasta me mostró la biografía de García Márquez por Gerald Martin. “No es tan buena como Vivir para contarla pero ya de entrada te dice que García Márquez debió apellidarse Martínez Zuleta y casi casi te da la fecha y hora en que fue concebido”, me respondió con una sonrisa. Pensé que de tener las Google Glass de Brin seguramente me marcaría un 80% de compatibilidad con ella.
Le pregunté por otras novedades pero la sección estaba dominada por las memorias de los políticos. Vi el libro de George Bush, Decision Points, y le dije que estaba mal clasificado, que correspondía a la sección de Humor político. “¿Verdad que sí? Pienso lo mismo pero mi jefe es republicano”. Ahí el indicador subió a 82%. Le pedí que fuéramos a la sección de audiolibros. Iba camino a Bogotá y me gustaría un audiolibro para el viaje. “Acompáñame, tenemos muchas sorpresas. ¿O buscas algo en especial?”.
Ese algo en especial era su invitación a sorprenderla. “Nabokov, me gustaría escuchar Ada, o el ardor o de pronto su autobiografía, si la tienes”, le respondí yo, tratando de afinar el tono. “Ada es de mis libros preferidos, junto a Pálido fuego. Tenemos recién llegada Lolita, leída por Jeremy Irons”, replicó ella. El indicador ya iba por el 87%.
—Muchas sorpresas –le dije.
—También tenemos audiolibros en español: Borges, Cortázar, Fuentes. Tú vienes de América Latina, ¿verdad?
—De Colombia. ¿Y tú?
—Nací en Nueva York, en Brooklyn, pero mi familia es de origen griego.
—Mucho gusto, me llamo Daniel. ¿Y tú?
—Tessa. Disculpa, mi jefe me llama, creo que debo ir a atender a otros clientes.
—Muchas gracias por tu ayuda, Tessa. Dile a tu jefe que debería clonarte, sus ventas se multiplicarían.
—Jaja, le diré.
Mi indicador iba en 90%. Mi intuición me dijo que era mejor irme pronto para no causarle problemas con el jefe. Escogí la biografía de Martin y dejé el audiolibro de Lolita, costaba casi 50 dólares, un poco caro así lo leyera Jeremy Irons. Encontré Aura leída por Carlos Fuentes y me pareció un buen regalo para ella. Me dirigí a la caja y la busqué para decirle adiós. Ella me vio y me llevó a una de las cajas para atenderme:
—Oh, te llevas el último ejemplar de Aura, quería escucharlo —me dijo con mirada juguetona.
—Te lo puedo prestar si quieres.
—Muy amable, te lo agradecería.
—La verdad es que es un regalo para ti, tú has sido muy amable.
Ella dejó escapar un suspiro y con ojos brillantes respondió: Thank you so much, it’s very nice of you. It’s not necessary, but I appreciate it very much. Hice el pago y cuando me iba a dar el recibo lo volteó y escribió algo en él. Me guiñó el ojo y se despidió con un espero verte pronto.
Empecé a bajar por las escaleras eléctricas y miré qué había escrito en el recibo: Tessa, seguido por su número telefónico. Pasé saliva y sentí cómo empezaba a latir más fuerte mi corazón. Los dados estaban echados.
Le pregunté al guardia de seguridad a qué hora cerraban la librería. “En una hora”, me respondió. Mi plan para esa noche era ir al Blue Note, pero ahora todo iba a cambiar radicalmente. Caminé por el Ground Zero y paseé cerca del Hudson, a llenarme de aire fresco. La llamé a las 9:15. Le pregunté que si me aceptaba una invitación a cenar. Aceptó y propuso que nos encontráramos en Paesano’s, un restaurante italiano. “¿Crees que habrá mesa?”, le pregunté. “La reservé apenas saliste. Nos esperan en 15 minutos”, me respondió. Se me contrajo el estómago y me dejó sin palabras, hice un esfuerzo grande para decirle: “Maravilloso, salgo corriendo para allá”.
[Me doy cuenta de que si empiezo a contar la historia con Tessa esta última parte del tríptico de los lotófagos se convertiría por su extensión en una novela –y pues esa no es la idea. Abreviaré]. Viví un mes feliz con Tessa en el que olvidé por completo mi destino. Al final de la cena en el italiano ella sacó de su bolso un regalo para mí. Era el audiolibro de Lolita. “Lo vas a disfrutar y quizás te acuerdes de mí mientras lo escuchas”. Nos besamos por primera vez. Todavía llevo ese audiolibro en mi celular.
Un beso en la distancia querida Tessa.
Cantemos: