Denver

1.

Mi nombre, Daniel Ramos, es uno de esos que daría una pequeña gran alegría a Borges: somos la recreación viva de El jardín de senderos que se bifurcan. En 2009 googleé Daniel Ramos y encontré más de dos millones de resultados. Acabo de hacer esa búsqueda de nuevo y el resultado es 87.900.000. Sé que solo en Países Bajos somos cuatro Daniel Ramos.

En 2009 busqué mi nombre antes de pasar de tránsito por Estados Unidos (los lectores más románticos de esta humilde bitácora recordarán el episodio del Tríptico de los lotófagos dedicado a Tessa). En 2003, cuando se abrió la cacería de Bin Laden y Estados Unidos llegó a ofrecer una recompensa económica por él ($10 millones si mal no recuerdo), envié un emilio a la cuenta del presidente de entonces, George W. Bush:

Señor presidente: sé dónde está el mayor terrorista del mundo y le voy a dar sus datos y localización sin ningún tipo de contraprestación. Mañana en la mañana, cuando vaya a afeitarse, mírese al espejo y ahí lo encontrará.

Fue un emilio fruto de la indignación por la inminencia de la invasión de Irak bajo el pretexto de unas inexistentes armas de destrucción masiva. Al día siguiente, recibí visitas en mi web site de cuatro dominios llamativos: CIA, NSA, FBI y uno cuya existencia desconocía hasta entonces: MIL.

Así que en 2009, cuando iba de tránsito por Estados Unidos, temí que mi nombre estuviera en alguna lista de terroristas y pudiera ser un candidato a pasar una temporada en Guantánamo. La idea de estar encerrado en una pequeña celda me daba pánico, en especial por aquello que reveló Wikileaks más tarde: torturan a los presos con heavy metal, a la altura de torturarme con los valses de Strauss. Pensé que con tantos resultados encontrar mi nombre sería como buscar una aguja en un pajar.

2.

Llegué a Newark una noche de diciembre de 2009. El oficial de inmigración encargado de controlar mi pasaporte era de apellido Vélez. Le pregunté que si venía de Antioquia. Me lo confirmó con una sonrisa, que se disolvió con un gesto de duda: «Lo siento, pero tiene que ir al subterráneo, mi colega lo acompañará». Pregunté que si había algo raro y me dijo que era un control de rutina. De mi parte el reloj estaba corriendo: le pedí a un amigo neerlandés, activista por los derechos humanos, que si no recibía noticias mías en 24 horas que por favor iniciara una campaña para liberarme. Al subterráneo me llevó un oficial de apellido Montoya, quien también confirmó con una sonrisa que venía de Antioquia.

El subterráneo era un salón enorme, del tamaño de dos campos de fútbol mínimo. Había máquinas de control de equipaje en el centro, muchísimas sillas de espera. En las paredes había cabinas donde veía cómo interrogaban a personas. Pensé que alguna de las puertas a los lados de esas cabinas llevaría directamente a Guantánamo.

En la fila antes de mí había una pareja de venezolanos, totalmente indignados por el tratamiento que estaban recibiendo. El policía que los controlaba, una mole de 2 metros sacaba y sacaba cosas de sus morrales. El hombre decía con cierto aire vengativo: «Espera a que termine y le pido que vuelva a poner todo en su lugar». Su pareja apenas miraba horrorizada cómo su ropa interior viajaba por la mesa de control, expuesta a cualquier cantidad de microbios. Al terminar, la orden del policía fue contundente: «Empaque rápido y siga, por favor». El pobre venezolano no tuvo oportunidad de rechistarle.

Llegó mi turno. El oficial tomó mi pasaporte y me pidió que me sentara mientras iba a controlar algo. Ahí fue cuando me recordé los resultados de Google: cualquier problema tendría que ser un homónimo. Me senté al lado de una señora de edad que no hablaba inglés. Trató de decirme algunas cosas y reconocí que hablaba polaco. Lo sabía por las noches cenando en casa de mi amiga K, nacida en Brzeg, un pequeño pueblo de Polonia. Se lo dije al oficial y él se giró para gritar al aire sobre el océano de personas: «¿Alguien habla polaco aquí?». En menos de un minuto había un policía polaco, de apellido Czerwinski en su escarapela si no recuerdo mal, que le hizo el interrogatorio a la señora: salvo que el terrorismo estuviera muy avanzado, me parecía patético perder el tiempo interrogando a la señora.

El oficial regresó con mi pasaporte y me hizo algunas preguntas, para dónde iba, qué iba a hacer en USA, a qué me dedicaba, en dónde vivía. Respondí a todo y le dije que era un tipo bastante normal, a lo que él me anotó: «Es que estamos buscando a un Daniel Ramos pero no creemos que sea usted». No creí que un emilio al presidente gringo diera para tanto, así que me imaginé que en ese jardín de senderos que se bifurcan que recorremos los Daniel Ramos de este mundo habría alguno que logró enemistarse gravemente con el imperio. Total, Montoya acudió de nuevo a mi rescate y me llevó a la puerta de salida.

Había un pequeño grupo de colombianos esperando afuera. Me preguntaron que si venía del avión que llegaba de Medellín. «No, de Ámsterdam», les respondí, y dentro del grupo un paisa me ofreció llevarme en taxi. Acepté y envié un sms a mi amigo neerlandés: «Todo bien, de momento».

3.

Terminé de ver La casa de papel y descubrí que a los 89 millones de resultados se le suma ahora un personaje de ficción: Denver, la ciudad seudónimo utilizada por uno de los atracadores, Daniel Ramos. Hasta ese momento, el Daniel Ramos que me ocupaba del laberinto era un obrero que fue falsamente acusado de robo, pasó 8 meses de manera injusta en la cárcel, tiempo suficiente para que las deudas no pagadas se convirtieran en carroña de recaudadores. A sus 51 años tuvo que regresar quebrado a casa de sus padres en Colombia. Cuando leo las noticias con mi nombre me concentro como si me estuvieran hablando de mi vida y me imagino cómo sería vivir así: me gano una vida más. Toda mi solidaridad con el abusado obrero, qué horror de historia. Con Denver me fue más difícil hacer ese ejercicio. Jaime Llorente, el actor que lo representa, me recordó los inicios de Ramiro Meneses en La vendedora de rosas, ese cascarón de duro que oculta un gran corazón de lágrima fácil.

4.

Vi La casa de papel como quien sigue una partida de ajedrez vibrante. Eso sí, me salté el 90% de las escenas de los flashbacks con Berlín, incluido el robo en Noruega, me parecieron insoportables los bailes egocéntricos con Palermo, al igual que las escenas con monólogos de Manila o Estocolmo. Iba al corazón de la historia, nada de flecos. Total, no entendí por qué Berlín y Palermo se sienten tan geniales por un robo magistral, en especial en nuestra época. Veo un remix de Ocean’s Eleven y The Thomas Crown Affair a la española. Lo verdaderamente genial es crear; toda esa parafernalia para robar no es más que talento mal invertido. Obviamente no veré el spin-off con Berlín como protagonista. Es valiente de los guionistas reflejar en esa danza de Berlín y Palermo la excitación por descubrir una nueva solución genial, pero deja ver a la vez que todo el entramado es el resultado de un trabajo de laboratorio. Al final terminé disgustado con Denver y la demás tropa: se me hizo evidente que me habían robado el tiempo, ese bien preciado que vale más que todo el oro del Banco de España junto.